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La Isla de las humillaciones

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photo_camera Un momento del programa La Isla de las Tentaciones
El domingo pasado finalizó la segunda edición de la Isla de las tentaciones. Para quien esté un poco perdido: un “reality show” emitido en Telecinco en el que cinco parejas ponen a prueba su relación separándose durante varias semanas y conviviendo con personas del sexo opuesto llamados tentadores. Vamos, lo habitual, vaya.

El caso es que, pese a lo rocambolesco de la situación, este formato parece ser la nueva gallina de los huevos de oro para la cadena amiga, rozando en cada entrega los tres millones de espectadores y convirtiéndose en una fábrica de personajillos que coparán las próximas horas de emisión del resto de los programas de la parrilla. El éxito es tal, que se dice y se comenta que la temporada tres ya está grabada.

Esta segunda edición terminó con un debate dividido en dos entregas para que las parejas, mejor dicho, exparejas -“spoiler” todas acaban rompiendo y seguro que nadie se lo esperaba- pudieran terminar de lanzarse los muebles a la cabeza con un Carlos Sobera como moderador representándonos a todos los que vemos este programa y que no nos escondemos, pero que sabemos que no nos pega.

Admito que no terminé de verlo. Y es que me saturé. Me perdía entre tanta cornamenta, insultos, mensajes de Instagram arrojados como pruebas, llantos y peinetas. Vamos, que estoy convencida de que el espectador este año ha “petao”, y aprovecho para sugerir desde aquí al equipo de casting del año que viene que rebaje la intensidad si no quiere que el programa termine generando más rechazo del que ya genera –incluso para los que no nos escondemos pero sabemos que no nos pega verlo-.

También admito, por otro lado, que en el nudo de la historia me mantuvo muy enganchada, incluso llegué a enfadarme con mi amiga Maite porque no nos poníamos de acuerdo a la hora de sacar el mensaje positivo que puede arrojar un “reality show” tan... ¿extremo? Sí, me dejé llevar por el “roygalancismo” –término que acuñaría mi también amiga Patri- y quise extraer un aprendizaje.

En algo nos pusimos de acuerdo Maite y yo: no se puede ir así por la vida, y para ver este programa hay que tomar distancia –mensaje dirigido a nuestros jóvenes-. También me preocupa –y aquí me pongo seria- que se conciban actitudes o se erijan ídolos feministas, cuando no lo son y desvirtúan nuestra lucha, o se estigmatice a los hombres por el hecho de serlo. Matizo que para ver este tipo de programas hay que tomar distancia y tener una lupa enorme.

¿Y qué decir de las parejas? Sin caer en las generalizaciones porque hay excepciones –a mi juicio Melyssa y Pablo- la mayoría decidió tirar sus relaciones por la borda para hacer lo que se esperaba de ellos. O eso o es que dichas parejas estaban más hundidas que tocadas.

En algún momento me pareció estar viendo “La Isla de las humillaciones”, pues no encontraba ni un rescoldo de arrepentimiento, malestar o lástima entre los infieles. Sin ir más lejos, terminaban por culpar a los engañados: “Es que él iba a hacer lo mismo”, “es que era una celosa y necesitaba ser egoísta y cambiar de vida”.

Manda narices con la nariz que tiene alguno –diría Marta, la más divertida de la edición y capaz de reír, llorar, cantar y enfadarse al mismo tiempo-.

Creo que lo de este programa –y también lo de sus concursantes- puede ser un morir de éxito, porque el espectador suele alejarse, a la larga, del teatro. Y teatro hay mucho, no nos engañemos, porque todos van con el papel aprendido. A las pruebas me remito: tres días más tarde ya se habla de montajes y las ya exparejas siguen sacándose los colores de plató en plató. Lo que más lástima me da es que quede tan poco respeto hacia una persona con la que se compartió una vida y los concursantes sean tan poco conscientes de que su fama les abandonará tan pronto como vuelva a haber “más imágenes” para nosotros.

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