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Deambulando
Porque se venía de estas aldeas como bajando de Jerusalem a Jericó, aquella ciudad bíblica abatida por el sonido de las trompetas y que pasaba por el asentamiento urbano o amurada ciudad más antigua hasta que los arqueólogos dieron con Catal Hüyuk o Göbelkli Tepe o aun quizás tan antigua o más esa civilización ni guerrera ni expansionista de más de 10 mil años de Caral Supé, entre los Andes y la casi desértica costa peruano-ecuatoriana, extinguida cuando se abandonó, se ignoran las causas, una agricultura que florecía por la irrigación de un sistema de canalización que captaba los deshielos andinos. Yendo pues desde estas caídas del occidente a la ciudad de Ourense, que más le cuadrara Auria, la gente venida de fuera asentándose iba, nunca a la parte opuesta, de tal modo que a cualquier vecino que le preguntes de dónde procede te dirá casi siempre que o celanovés, bandesino (bandido decíamos), entrimeño o lobioseno (nunca supe cómo). Jamás te citarán a tal o cual aldea de estos términos; siempre por delante el nombre del municipio como si salir de un extracto poblacional pequeño fuese deshonor. Desde que el repetido y premio Nóbel, Albert Camus, escribiera aquello ya dicho: “Dime en que aldea has nacido y te enseñaré a ser universal”, nadie debería sentirse a menos por haber nacido entre veinte casas o aunque menos fuesen, al contrario, cuantas menos, más identidad.
Desde Bentraces, donde los Carril eran la familia prominente por entonces, se cayeron por estos andurriales Pepe Pola, que de ebanista con Manolo “Trellerma” (así sobrenombrado porque de allá era) de maestro, crearía su propio taller de carpintería centrado en muebles de cocina, aquel, tan buen trabajador como despierto aprendiz. Pola tenía pasión por el fútbol modesto donde jugaría y haría tandem en una afamada ala Xilgueriño-Pola, ya dando patadas con el Sobrado, el Moreiras o el Bentraces; no sé precisar si también Peixe, que de ambulante montador de circos, los acompañaba.
Por aquellos años desde Sobrado, días y fiestas de guardar, bajaban los Requeno para vender sus carnes a restaurantes, particulares o a otros carniceros detallistas. Lo sorprendente es que dos, aún no adolescentes, que sonaban sus mocos ayer mismo, lo hiciesen con un mulo cargado hasta los topes que iba distribuyendo por todo ese espectro urbano que consumía una carne al alcance de unos pocos en aquella postguerra de privaciones y racionamiento. Del mulo, estos hermanos Antonio y Claudio, que Vázquez Conde bautismal, pasarían a la bicicleta, que como casi todo en descenso desde Sobrado, podría cargar lo suyo en sus portaequipajes de gran volumen; prosperaron luego para comprarse dos motos Derby de cierta potencia. Le ganaron la carrera al tiempo cuando el negocio estaba más arriba. Así estos dos hermanos sabrían más de la ciudad y de sus habitantes que cualesquiera aunque cronista local fuese, por lo agudos y observadores para conocer caracteres y gentes. El aún adolescente Antonio, mulo adelante, de vuelta de dejar su cargamento, solía retornar con él ligero, sin carnes, lastrado, entre otras mercancías de vuelta, por el papel de chistes o cómics que compraba, o a bajo precio por usados, o intercambiaba, como lector devorador que era, con otros chavales en la ciudad. Un tira y afloja en el intercambio de cómics, o regateo más bien para el trueque, donde yo cada domingo renovaba los míos cambiándolos en la Viuda de Lisardo. Se trabaría una relación, con la impaciencia en la espera para ver cuándo aparecía Antonio en lontananza, al que también aguardaban varios hermanos a mediodía con ánimo de renovar las lecturas del Guerrero del Antifaz, Hazañas Bélicas o de otros. Los Requeno fueron haciendo fortuna en el negocio para el que capacitados desde la infancia, lo que les permitiría prosperar en otros varios campos, pero como referente la industria cárnica. Estos hermanos, también reconocidos en la ciudad, por los escalones que fueron superando por su trabajo y competencia.
También a la par que las carnes y el rianxo (productos de la huerta), se portaban carqueixas a la ciudad desde las alturas de Sobrado en las albardas de unos burros que desaparecían en la enormidad de un cargamento que por castillo podría tomarse. Previo paso por el fielato (guardias de puertas o puestos de cobranza de tributos a la entrada de las ciudades) do Posío, hoy edificio de la Telefónica, donde poco pagarían, vendían su cargamento por fracciones o manojos para encender las cocinas llamadas económicas, de leña o carbón, si antes algunas tiendas del Barrio no se lo demandasen. De entre estos arrieros de asnos, los Mirrolos, los Bolechas, los Roques, los Calaquereos eran los más conocidos de esa treintena de familias que bajaban también con piñas recogidas en los pinares de los comunales montes del entorno. Aquella estampa matinal tempranera era diaria sin respetar ni domingos, y menos, fiestas de guardar. Y si estos burros desaparecían bajo su carga, algunos sufridos porteadores había que llevando el hato a sus espaldas se asemejaban más bien a rodantes bultos.
Piñas y carqueixas eran indispensable combustible en aquella postguerra para nutrir las cocinas económicas, llamadas así las de hierro, que llevaban casi siempre el sello de Malingre, una fundición de prestigio en O Couto, creada por una familia belga, y que hacía sonar su sirena, audible en toda la ciudad a mediodía.
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