EL MACHISMO NO CESA
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Dublín rememora el Ulises semanas después de que Ourense reviviese A Esmorga
Hoy muchos dublineses desayunan frituras, visitan la torre Martello, beben un burdeos en el pub Davy Byrne o una pinta en el Ormond Hotel. ¿Cosas de dublineses? Sí pero no. Irlanda celebra este martes el Bloomsday, siguiendo la pauta del año anterior, y del anterior, y del anterior, así hasta la pauta de 1954, cuando se organizó por primera vez un evento que revivía algunos de los acontecimientos de Ulises (1922), la emblemática novela de James Joyce, que trascurre a lo largo del 16 de junio de 1904. Esa jornada, Leopold Bloom y Stephen Dedalus vivieron un día que ha pasado a la historia de la literatura, y en el que se propone una reescritura moderna de la Odisea homérica en clave urbana.
Ourense no tuvo a Joyce pero contó con Eduardo Blanco Amor, que no escribió el Ulises pero fue autor de A Esmorga (1959), que no ha influido en la literatura mundial pero constituye un hito de la gallega. Cada año, desde 1997, algunos ourensanos recorren aquellos escenarios de la ciudad por los que transitaron Cibrán, O Bocas y O Milhomes, incapaces de escapar a un destino fatal. ¿Cosas de ourensanos? Sí pero no, porque más al este, en Madrid, se siguen en procesión desde hace doce años las huellas que Max Estrella, protagonista de Luces de Bohemia (1920), de Valle-Inclán, dejó en lugares como la Taberna de Picalagartos o el Callejón del Gato.
Novelas del tiempo
Este modo de festejar la literatura en la calle como si el texto deviniese en un espacio y un tiempo transitables físicamente, nos habla no sólo de una dramatización popular y simple que ha tenido éxito. Pone también en relación tres obras que se desarrollan en un espacio identificable, y en un tiempo inferior a veinticuatro horas. Con lo que ello significa, porque a través de estas obras, cada una en su escala, se verifica cómo la renovación de la literatura del XIX se produjo, en buena medida, a través de la experimentación con el tiempo. El tiempo, que es la condición de realización de los acontecimientos, pasó a convertirse también en el tema mismo de la literatura.
Hasta el siglo XX no se concebía una novela cuyo tiempo histórico no abarcase sino una vida entera, sí, años y años a tra vés de los que se dirimía la historia minuciosamente. Darío Villanueva, de la Real Academia de la Lengua y catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad de Santiago, señala que las obras de Joyce, Valle-Inclán y Blanco Amor son precisamente representativas del proceso de renovación de la novela del XIX a partir de la reducción del tiempo narrado. En 24 horas -explica- no se puede contar una gran historia, pero si ésta posee una intensidad, provoca un efecto mítico, origina una epifanía a través de la que se va de lo particular a lo universal.
Los precursores
Bastan unas horas, a veces unos segundos, para atrapar la totalidad de la realidad en un texto. La literatura contemporánea está salpicada de autores que han buscado escribir una obra global, plena, sobre un exiguo horizonte. Villanueva subraya cómo Borges advertía en un poema dedicado a Joyce que entre el alba y la noche está la historia universal.
Joyce, después de ahondar con esta fórmula en Ulises, volvió a aplicarla en Finnergans Wake, complejísima obra por la que desfilan los sueños de Humphrey Chimpden en una sola noche... a lo largo de seiscientas páginas. También Valle-Inclán recurrió en otras obras á la reducción temporal. Es el caso de La medianoche (1916), donde a partir de la crónica de unas pocas horas en el frente de Verdún, el autor trata de ofrecernos una visión totalizadora de la Gran Guerra.
Joyce incendió el siglo. Bajo su influencia, y también la de Proust, Mann o Faulkner, la literatura vivió su giro copernicano. Si comenzamos por Francia, durante la noveau roman hallamos el caso de Michel Butor, cuya novela La modificación (1957) transcurre durante las 11 horas en que completa su recorrido el expreso París-Roma. Claude Mauriac, con LAgrandissement (1963), plantea una historia en la que un hombre se despide de su mujer y su hija en su apartamento, éstas bajan las escaleras, aquél se asoma al balcón, y cuando las ve salir por el portal, termina la novela. Para entonces se han escrito doscientas páginas. Alain Robbe-Grillet en El mirón (1955) relata las horas de estancia de un vendedor ambulante en una isla donde ha ocurrido un extraño accidente ligado con él.
Curioso caso el de Ejercicios de estilo (1947). Ray mond Queneau redacta 99 variaciones de una anécdota tan nimia como la de un hombre que se sube a un autobús y advierte que un individuo se queja de que la persona que lleva al lado lo empuja cada vez que alguien sube o baja. Dos horas más tarde, vuelve a ver al mismo individuo acompañado por alguien que le sugiere que debería ponerse un botón más en el abrigo. No hay más chicha. Antes de la noveau roman, André Gide aplicó la reducción temporal en Los monederos falsos (1925).
Hay que mencionar a los austriacos Hermann Broch y Arthur Schnitzler. El primero, en La muerte de Virgilio (1945), mezcla realidad y sueño durante las ocho últimas horas de vida del poeta latino; el segundo, en El teniente Gustl (1900) narra a partir del monólogo interior de un oficial del ejército las horas de angustia previas a un duelo a muerte.
España y Latinoamérica
La literatura en lengua española no fue ajena al viento del cambio. En 1955 Rafael Sánchez Ferlosio gana el premio Nadal con El Jarama, pieza realista que se solventa en 16 horas de un domingo de agosto, entre una taberna y una arboleda a orillas del río. Miguel Delibes emplea a menudo horizontes temporales muy estrechos (Cinco horas con Mario, El príncipe destronado). Juan Goytisolo lo hace en Duelo en el Paraíso (1955), cuyo relato primario son 12 horas de la Guerra Civil, cuando los nacionales ocupan una colonia de niños; Elena Quiroga en Algo pasa en la calle (1954) o La última corrida (1958), en la que recrea las vivencias de tres toreros entre el momento de entrar en el albero y la salida a hombros de dos de ellos.
Réquiem por un campesino español (1953), de Ramón J. Sénder, son los 30 minutos que espera un párroco antes de comenzar una misa de réquiem por Pedro el del Molino, cuya vida es rememorada en ese lapso. Juan Marsé compendia, en Ronda Guinardó (1985), el 8 de mayo de 1945, cuando un policía pretende que Rosita, adolescente de 14 años, lo acompañe a identificar el cadáver del hombre que supuestamente la violó. La literatura hispanoamericana no es impermeable al reto de narrar corto. El acoso (1956), de Alejo Carpentier, transcurre durante los 46 minutos que dura la ejecución de la Sinfonía Heroica, de Beethoven, en el teatro donde se ha refugiado un joven que ha cambiado el combate político por la acción terrorista.
Años después, en Crónica de una muerte anunciada (1981), Gabriel García Márquez reconstruye paso a paso el día que los hermanos Vicario van a asesinar a Santiago Nasar. En La muerte de Artemio Cruz (1962), Carlos Fuentes repasa las etapas de la vida del protagonista en su lecho de muerte, después de un ataque gástrico.
César Aira escribe en 1990 Los fantasmas, que transcurre durante el 31 de diciembre en un edificio de viviendas sin terminar, habitado por los vigilantes... y los fantasmas. La vida privada de los árboles (2007), del chileno Alejandro Zambra, narra la tarde que Julián espera a que Verónica, que se retrasa, llegue a casa.
Los autores y los títulos son inabarcables. Como el tiempo mismo, por pequeña que sea su franja. En los acontecimientos más vulgares -advierte Villanueva- llegan a producirse las auténticas revelaciones. Y en el instante más breve, módico, simple, el texto más intenso.
La literatura norteamericana
Por supuesto, la literatura norteamericana. Mientras agonizo (1930), de William Faulkner, encara la odisea de la familia Bundren en el tiempo que sus miembros construyen un ataúd para llevar a la madre moribunda hasta las tierras donde nació. El sonido y la furia (1929) se divide en cuatro partes, donde otros tantos personajes monologan desde una única jornada cada uno. El vie jo y el mar (1952), de Ernest Hemingway, es el relato de un día de pesca titánico en la vida de Santiago, después de llegar a puerto de vacío en los 84 días anteriores.
Malcolm Lowry narra en Bajo el volcán (1947) el descenso de Geoffrey Firmin al infierno del alcoholismo y la tristeza durante la fiesta mexicana del Día de los Muertos.
En Inglaterra, Aldous Huxley y Virginia Woolf acotan también el tiempo narrativo: aquél en Contrapunto (1928) y ésta en La señora Dallaway (1925), diseñada como la secuencia de un solo día, cuando al anochecer Clarissa Dallaway ofrecerá una fiesta. Recientemente, lo ha hecho Ian McEwan en Sábado (2006), que se desarrolla a lo largo del 15 de febrero de 2003, día de las manifestaciones contra la guerra de Iraq.
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