La periferia y las fiestas veraniegas

Ourense de ayer

Publicado: 15 oct 2020 - 04:53 Actualizado: 15 oct 2020 - 14:56

verbena (2)_resultado
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Eran sin duda, las fiestas de los alrededores de la ciudad un atractivo muy socorrido para la juventud cuando por aquella época (entre los 50 y 60) la ebullición “mozariega” disponía de limitadas alternativas domingueras para el asueto y la diversión. Para ello se aprovechaban de modo esperado cada fin de semana las festongas del extrarradio, que atraían con buen criterio a la rapazada capitalina de ambos sexos, y con ello enriquecían los eventos de honra al Patrón de la localidad ubicada en los aledaños de Ourense.

Aquellos San Amaro de Oira, la Virgen de Reza a la orilla del río, San Marcos en Cudeiro, las de Piñor, Seixalvo, Las Nieves en Quintela, Vilar de Astrés, Cebollino, San Lázaro de Peliquín, Val do Regueiro, San Miguel de Canedo, Follateira, etc., sin contar con las propias de la city, solían estar amenizadas por las entrañables orquestas ourensanas Jo, Continental, o Reñones; que en nada desmerecían a las afamadas de fuera de la provincia que, eso sí, disponían de un elenco de músicos mayor y más llamativos en vestimenta; también, con mayor estruendo de decibelios, por tanto eran más cotizadas. Algunos pueblos o barrios de alrededores, se permitían el lujo de contratarlas para amenizar sus festejos, lo que, hacía aumentar el ambiente y los visitantes, atraídos por el reclamo de los carteles anunciadores.

Vamos al grano: a aquellas romerías de campo o fiestas de plazuela se iba en pandillas mixtas, más chicos que chicas, novietes o amigos; y con el único vehículo de transporte, “la zapatilla”. Se celebraban a lo largo del año, aunque más en verano, y a veces con un calor de justicia, que no impedía que a las cinco de la tarde, tras reunirse la panda, se iniciaba el “viaje” hacia el sarao correspondiente, del que normalmente había que emprender el regreso, como mucho, a las nueve y media, para estar en casa a una hora prudencial. “Condicionantes sociales” de la época.

Se pasaba bien: en el recorrido de ida, la pandilla se disgregaba, y entonces se parrafeaba por grupillos, que muchas veces definían también un poco las preferencias de unos y otras para pasar la tarde del festivo bailoteo. Otra alternativa era hacer el camino chavales solos, en aras de ligue campero con alguna moza del lugar; o foránea invitada por algún familiar a la celebración del Patrón festero. El éxito entonces no estaba garantizado, pero tampoco se pasaba mal. Unas y otros éramos felices con los ocasionales flirteos. Más de una vez, en estas romerías daban comienzo duraderos y románticos compromisos con final imprevisible a través del tiempo. Y si no, que opinen muchos lectores a los que seguramente algo parecido les habrá ocurrido llegando a formar familias con el paso de los años.

Las festorras (en el argot callejero) eran el más atrayente escape para la juventud masculina que comenzaba a dejar atrás la pubertad y ya no vestía pantalón bombacho, para merodear discretamente con alguna incursión en esporádicos escarceos. A las chicas, sin embargo, que también daban el salto de adaptación a mujercitas, les era un poco más difícil la incorporación a este pasaje juvenil, al que nos referimos, por los lógicos controles de horarios domésticos; y más que eso, por las circunstancias de tener que fiscalizar sus progenitores con quiénes se acompañaban sus hijas.

Cuando se regresaba del “cacharpari”, después de haber disfrutado toda la tarde del “regodeo”, que era de lo que se trataba, como no podía ser de otra manera, incluyendo algún tenue y disimulado arrumaco, en los meses de estío, sudando lo indecible, se pensaba ya en el disanto del domingo siguiente, aunque la composición de la panda para hacer la andaina ya seguramente era distinta. Y además, si entre medias en algún barrio de la ciudad ese día también había celebración musiquera, se prefería no hacer el “viaje a la periferia”, y cada uno decidía a dónde ir.

Entonces, aquellas fiestas de los arrabales a las cuales se asistía primordialmente para pasar la tarde bailando (y no como ahora para “admirar las orquestas” más en función de la parafernalia del escenario y los decibelios, que disfrutar con la esencia de un pasodoble), para la juventud ourensana eran muy importantes. Se acudía a ellas con cierto “aire de superioridad” por ser “chicos de capital” y creernos que solo por eso ya se ligaba más, cuando para nada era así, llevando a veces buenos resbalones. Lo que sí ocurría era que nos inflábamos a caminar y pasábamos más calor que en la siega de Castilla. Pero aumentábamos el colorido del lugar donde se celebraba el evento, al vernos como forasteros; y eso lo agradecía la comisión de fiestas, que viendo aumentada “la clientela” y siendo esta juvenil, la animación estaba más a la vista. Ya luego a las verbenas era más complicada la asistencia. A eso había que renunciar por la imposibilidad del medio de transporte en horas nocturnas. Aun tardó un poco en llegar la “botadura” de los primeros autobuses municipales, que además no estaba diseñada para llegar hasta los pueblos colindantes.

En esta época pandémica, las fiestas de la periferia, como las de la ciudad, están silenciadas, en stand-by; son meros recuerdos pasados… veremos hasta cuándo. Y aunque en la actualidad nada tienen que ver aquellas entrañables romerías de nuestro entorno con las insulsas celebraciones festivas enmarcadas en estruendo de altavoces, esperemos que más pronto que tarde la divina providencia nos arregle este desaguisado… Pero creo que pocos ourensanos lo ven fácil.

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