Polarización: el gran fraude de nuestro tiempo, ruido en Madrid y emigrantes a su suerte

OPINIÓN

La falta de acceso a servicios consulares dignos, la desinformación sobre derechos y trámites, la coordinación de coberturas sanitarias, los problemas de universitarios e investigadores que se encuentran en verdaderos limbos tras cruzar una frontera, las dificultades para mantener vínculos reales con nuestro país. Todo eso requiere respuestas...

Celso F. López - consejero CRE de Londres

Publicado: 08 abr 2025 - 06:18

En la imagen, Celso F. López,  consejero CRE de Londres.
En la imagen, Celso F. López, consejero CRE de Londres.

Vivimos tiempos de ruido. De gesticulaciones vacías, de agravios amplificados y de trincheras ideológicas extremas desde las que se dispara a discreción. Basta con ver el vídeo que circula por Internet sobre una reciente reunión del Consejo General de la Ciudadanía Española en el Exterior (CGCEE). Una sesión que, como suele ocurrir, no tiene acta ni es pública, pero que esta vez ha escapado por una rendija digital. Lo que debería ser un foro de deliberación y propuestas se convierte ahí en una lamentable escenificación de soberbias enfrentadas y careos más propios de gallitos en un corral.

Quienes vivimos fuera de España sabemos bien que los problemas no se resuelven con la confrontación. La falta de acceso a servicios consulares dignos, la desinformación sobre derechos y trámites, la coordinación de coberturas sanitarias, los problemas de universitarios e investigadores que se encuentran en verdaderos limbos tras cruzar una frontera, las dificultades para mantener vínculos reales con nuestro país. Todo eso requiere respuestas. Serias. Técnicas. Legislativas. Pero lo que se nos ofrece es una ceremonia de la confusión, donde los extremos se retroalimentan en una coreografía tan previsible como estéril.

Porque la polarización no es solo ruido: es una estafa emocional. Nos promete épica, pero nos entrega parálisis. Divide para reinar, enfrenta para no resolver. Mientras tanto, quienes tienen una pensión que proteger, una hipoteca que pagar, un título que convalidar o una familia que cuidar y educar asisten atónitos a este vodevil político que ya no entretiene, solo cansa.

Y mientras tanto, la realidad se impone con una crudeza insoportable. Los consulados, desbordados por solicitudes de nacionalización, se convierten en cuellos de botella inhumanos donde la espera crispa a quienes intentan ejercer sus derechos legales. Todo ello gestionado por funcionarios mal pagados, con plantillas bajo mínimos y condiciones laborales que rozan el abandono institucional. Ellos también son víctimas de un sistema que no reconoce su labor ni les proporciona los recursos adecuados. Familias que desean que sus hijos aprendan español en una escuela ALCE quizá descubran pronto que la escuela ha desaparecido. Y quienes esperaban regresar a España quizá se hayan visto obligados a vender la casa familiar por no poder asumir los impuestos y costes asociados, perdiendo así el último lazo físico con su tierra. El arraigo se deshace, ladrillo a ladrillo, en una maraña de planes de retorno confusos y variopintos que el sistema es incapaz de transmitir de una manera inteligible a quienes los necesitan.

La desinformación agrava todo. Derechos mal comunicados, reformas legales mal explicadas, procedimientos consulares que cambian sin previo aviso...Todo esto mina la confianza en las instituciones y deja al ciudadano emigrante a su suerte, sin herramientas para defenderse.

Y lo más preocupante es que la mayoría de los jóvenes ya no siente ningún interés por la política. No la consideran una vía de transformación, sino un teatro decadente que les resulta ajeno. Algunos incluso miran con simpatía modelos totalitarios que les ofrecen la promesa de orden, de grandeza, de ruptura con la mediocridad. Frente a la parálisis institucional y burocrática que produce esta democracia mal gestionada, no pocos caen seducidos por ficciones de eficacia y control absoluto.

Como si no fuera suficiente, mientras el mundo libra una guerra de aranceles que ya sacude nuestras economías, nosotros seguimos aquí, entretenidos en disputas de salón. En protagonismos vacíos. En imposturas. Como la de esa representante que se presenta como jurista sin serlo, símbolo perfecto de una política acostumbrada a inflar currículos, exhibir másteres inexistentes o doctorados de dudosa autoría. Desde tesis no leídas hasta títulos expedidos por universidades sin rigor, la mentira académica se ha convertido en un síntoma más de este sistema que prioriza y premia el cargo por encima de la competencia, y la apariencia por encima de la verdad.

Es hora de romper esta lógica perversa. De exigir a nuestros representantes que hablen menos de “los otros” y más de nosotros. Que bajen la voz y suban el nivel. Porque el país - también el que late más allá de sus fronteras - no puede permitirse seguir prisionero de esta polarización que tanto ruido hace y tan poco futuro construye.

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