Opinión

Cuando teníamos muchos conejos

No sé exactamente a qué se refería Julio César cuando afirmó que España es tierra abundante en conejos. De todos modos no fue idea suya. Se atribuye el mérito de esta ocurrencia a los fenicios, que es el pueblo al que los historiadores suelen atribuir las cosas cuando no saben de dónde vienen. Como sea, hoy se cumple el 2059 aniversario del asesinato de Julio César y tratándose de una cifra tan redonda no me ha quedado más remedio que dedicarle unas líneas a quien fue tan importante para nuestra Historia. Su actualidad me estremece. Su hazaña en nuestras tierras debió prevenirnos contra lo que estamos sufriendo hoy.

Relata Modesto Lafuente que Varrón, el hombre que regía en nombre de Pompeyo en la Bética, se puso pálido al recibir noticias de la exitosa campaña de César en España, entonces Hispania. Tal vez no lo relata en estos precisos términos, pero no creo que el color de la tez de Varrón vaya a arruinar mi credibilidad. Sea como sea, Varrón, que había visto a remojo barbas próximas, se apresuró a saquear a los españoles, requisando sin medida tesoros y propiedades, y construyendo muchas naves en Cádiz y Sevilla. Trasladó también a casa del gobernador los tesoros del templo de Hércules Gaditano. No he podido documentar si lo hizo en sobres o no, ni si la comitiva hizo trasvase en alguna gasolinera opaca. La verdad es que los saqueos han cambiado mucho desde entonces.

Varrón como gobernante era un inmenso cabrón –precisa y oportuna rima-, pero en eso tampoco han cambiado mucho las cosas. “No bastando esto a su codicia”, escribe Modesto Lafuente, “exigió exorbitantes impuestos a las ciudades que sospechaba más adictas a César, con lo que se atrajo, como era natural, la animadversión de los pueblos”. Esta situación, sumada a la habilidad de César para conectar con la gente, y a la inexistencia de un CESID que pudiera hacerle el trabajo sucio, obligó a Varrón a claudicar y enviar un emisario al líder romano. El vencido entregaba así al César el dineral y los tesoros que había trincado a los españoles, se sometía a sus designios, y le cedía la lista de los recursos que había acumulado en Cádiz. Suplicaba clemencia.

A los españoles no les habría quitado el sueño que César hubiera arrojado a Varrón desde lo alto de la Giralda, asunto este de máxima actualidad en la presente precampaña electoral. No obstante había algunas razones para evitar el arrojamiento. La primera es que César prefería optar por una bella escenificación de su misericordia y justicia frente al pueblo. Sin duda era más divertido humillar a Varrón que matarlo sin más. Y la segunda razón, tal vez decisiva, es que nadie había construido la Giralda aún, y eso que la Expo 92 estaba a la vuelta de la esquina. No cambiará nunca esa manía tan nuestra de alzar las cosas siempre a última hora.

César pasó entonces dos de sus días más felices en Córdoba. Los cordobeses lo recibieron con gozo, hartos de la corrupta y enfermiza fiscalidad de Varrón. Así lo cuenta nuestro historiador: “Vióse entonces en Córdoba una escena sublime, afrentosa para Varrón, honrosa para César, consoladora para los pueblos. Congregó César la Asamblea de los representantes; mandó comparecer a Varrón, y allí públicamente a presencia de los diputados le pidió estrecha cuenta de las sumas que arbitrariamente había exigido”. Después prometió con solemnidad que todo lo saqueado sería devuelto. Mientras Varrón miraba al suelo como el sinvergüenza que era, César pronunció unas de las palabras más dulces que la Historia ha depositado sobre nuestras preciosas tierras. Música celestial para cualquier español de hoy. Y es que allí mismo, en Córdoba, César anunció al concilium de la provincia que desde ese instante los ciudadanos romanos quedaban exentos del pago de la sofocante red de impuestos que había creado Varrón.

De inmediato se marchó a Cádiz, donde fue recibido con chirigotas sobre Varrón. Esto no he logrado documentarlo, pero resulta evidente. Y los hechos evidentes no se discuten. Feliz por el recibimiento gaditano, devolvió a los ciudadanos lo expoliado, y exhausto de felicidad, declaró a todos sus habitantes ciudadanos romanos, la gran distinción del momento; algo así como ser hoy ganador en Gran Hermano.

En un extraordinario gesto de buen humor, partió en la misma flota que había mandado construir Varrón. Y antes de marcharse nombró como gobernadores de España a Lépido y Casio, acuñando este último el dicho popular de que aquí hasta el más tonto hace relojes. De regreso a Italia, César tropezó en Marsella con una discreta oposición que disolvió con un chasquido de dedos, según mis propias anotaciones de a bordo. Ya en Roma fue nombrado dictador. Pero de los buenos. Que todavía no había nacido Stalin.

Prueba de la epidemia que asola a España desde tiempo inmemorial es lo acontecido después. Tan pronto como César se dio la vuelta, Casio Longino tomó posesión del gobierno de la Bética, y “olvidando la reciente lección que César había dado a Varrón en Córdoba, comenzó a ejercer con tanto escándalo exacciones, rapiñas y extorsiones de todo género, que ya no sólo a los españoles, sino a los romanos mismos se hizo odioso y execrable”. Acosado por los ciudadanos a los que estaba vampirizando, pidió auxilio a Lépido, que al conocer la verdadera razón del enfado de los cordobeses, se puso de parte del pueblo. Casio, cobarde como Varrón, se hizo a la mar en Málaga cargado con todo lo que había logrado robar y fue engullido por una providencial tempestad. Ni españoles ni romanos derramaron lágrima alguna por él. Como recuerda el historiador, “la pérdida de aquellas riquezas fue lo único que sintieron”.

Casio Longino, reimplantando la corrupción política y el saqueo fiscal en tierras andaluzas, traicionó a España y a César. Y de algún modo la historia no ha dejado de repetirse desde el 48 a. C. Ni la de César, apuñalado en un complot urdido por el hermano de Casio, ni la de España, que qué les voy a contar que no sepan.

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