Tribuna | La oportunidad perdida

Tanto para el PP como para el PSOE, tanto monta monta tanto Isabel como Fernando, el estado de las autonomías ha sido una historia de éxito colectivo sin parangón. Este incondicional afecto al modelo autonómico gestado en la transición, suele provenir de aquellos que han formado parte de sus estructuras pero, sobre todo, de quienes disfrutan de los privilegios vitalicios por haberlas dirigido: sus expresidentes, de cualquier color político. Y también de quienes les asesoran o trabajan para ellos, para cualquier color político. El economista Santiago Lago es uno de ellos. Acompañado por Núñez Feijóo y González Laxe repasó el balance del estado autonómico en la presentación de su libro “40 años de descentralización en España (1978-2018)”, en el que bendice el modelo de descentralización español como el milagro del maná caído del cielo. Como buena muestra del maravilloso efecto que significó para Galicia, destacó el aumento del PIB per cápita gallego. Ahí es nada. Parece que para el pancista investigador, solo hay una forma de explicación posible al aumento de la renta gallega por habitante: que existe autonomía. O lo que es lo mismo, que si Galicia no hubiera accedido a la autonomía, la ciudadanía no hubiera incrementado su bienestar económico. Lejos de constitutir una propuesta empírica, esta contundente tesis reduccionista se acerca más a una torpe pretensión de adular a quienes le acompañaban. No tiene mayor explicación. Recuerda a aquellas dramáticas soflamas del fiel soldado Castro cuando proclamaba, como gran éxito de la revolución, que la producción azucarera del 92 se había multiplicado con respecto a la de 59. Tenía razón el diseñador C. Bailey: “Lo simple va con todo”. Sin el ánimo de hacer el mismo ejercicio simplista para defender exactamente lo contrario, lo que sí que se puede afirmar es que la construcción del estado autonómico ha resultado ser la constatación de una gran oportunidad perdida, al menos, para Galicia. Desde 1985, año en el que España se integró en la Comunidad Europea, la comunidad autónoma gallega recibió unas ingentes cantidades de dinero para el desarrollo y modernización de su estructura productiva. Su gran potencial lácteo, agropecuario, pesquero, forestal o naval, sectores que pudieran haber sido vectores determinantes para su desarrollo y en los que se encontraba empleada gran parte de su población activa, se han convertido en actividades estranguladas, fantasmas económicos, pozos de desempleo y  reindustrializaciones fallidas. Cierto es que Galicia, si la dejan, si quienes la gobiernan se centran en su prosperidad, la despojan de trabas y no se pierden en su burocracia obstruccionista, llega a donde podamos imaginarnos; sobran ejemplos. Y si la coherencia también fuera virtud entre los que predican en Europa mayores fondos para España por su posición de desequilibrio económico, por el mismo razonamiento, no hubiéramos asistido al persistente favoritismo del que ha disfrutado el eje Atlántico de Galicia en decremento de otros territorios del interior. 

¿Quiere decir esto que si no hubieran existido las autonomías Galicia se hubiera convertido en uno de los motores económicos de Europa? No es posible afirmarlo. No puede hacerse  idéntico ejercicio simplista que el señor Lago para relacionar ambas cuestiones “ceteris paribus”. Lo que sí es una constatación es que el anhelado autogobierno fue una oportunidad perdida. Perdida en despachos, localismos, imposiciones lingüísticas, aeropuertos e infraestructuras absurdas, ímpetus nacionalistas, corruptelas y favoritismos, despoblación, huida de talento, proyectos improductivos, subvencionismo, cortoplacismo, asimetría sanitaria, televisiones del gobierno, despilfarro, trenes que no llegan y que, a veces, matan,… más Estado en vez de menos Estado. Visto lo visto, parece que hay algún margen de mejora.

Los fundamentos de la descentralización política se acomodan perfectamente con los cimientos de las constituciones liberales modernas. Favorece el principio económico básico de la libre competencia en su más amplio sentido. Sin limitarse a garantizarla a empresas e individuos, la extiende a las entidades administrativas, proporcionándoles autonomía para ofrecer incentivos y políticas diferenciadas a las personas, en sana competencia con otras similares. Fomentan, además, la aproximación de la administración a los ciudadanos quienes, a su vez, tienen una mayor posibilidad de control y fiscalización de la gestión y políticas públicas.

Sin embargo, posicionarse en contra del tan añorado intervencionismo hegemónico y homogeneizador de las corrientes políticas totalitarias, y a favor de gobernanzas con mayores márgenes de autonomía regulatoria, no tiene nada que ver con dejar cuestionar sus resultados, manifestar sus carencias y exigir que cumplan con su propósito. Menos todavía, con digerir a lavacaras y lagoteros del poder. Una actitud permanentemente acrítica, indulgente y complaciente por parte quienes son responsables de su gobierno y de quienes, a sueldo, les adulan, no ayuda.

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