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¿Abocados al fracaso?

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photo_camera Jóven estudiante.

El modelo educativo que conocemos parte de una premisa errónea: formar personas para ejercer profesiones que con seguridad tendrán demanda cuando terminen sus estudios.

El modelo educativo que conocemos parte de una premisa que los tiempos actuales pone en entredicho; su finalidad consiste en formar a las personas para que puedan ejercer en el futuro aquellas profesiones que se supone van a tener demanda cuando esos jóvenes salgan al mercado laboral. Fíjense en una cosa antes de nada: el modelo educativo no forma individuos para que puedan poner en marcha iniciativas empresariales propias y construir su futuro en base a sus habilidades y conocimientos –ni siquiera en casos como abogados, arquitectos, etc., que no reciben ninguna formación de índole empresarial-, sino que los prepara para trabajar por cuenta ajena en un modelo consistente en intercambiar sus conocimientos por un salario pagado por terceros. Para que un modelo de este tipo tenga sentido debería cumplir una condición imprescindible: que se puedan prever cuáles van a ser las profesiones y los conocimientos demandados en el futuro, algo que sólo se puede hacer con determinado grado de acierto en entornos relativamente estables o mínimamente cambiantes.

¿Cumple el contexto actual esa premisa? La respuesta es contundente: no. La moderna tecnología disponible genera constantes innovaciones en productos y servicios, provocando una obsolescencia acelerada y haciendo desaparecer del mercado muchos conceptos que anteayer tenían plena vigencia. Pero además de afectar a productos y servicios, la tecnología está reemplazando mano de obra que antes era imprescindible, convirtiendo al ciudadano en ente activo a la hora de ejecutar ciertas tareas que antes se realizan con ayuda de terceros. Pensemos, por ejemplo, en cuestiones tan simples como gestionar una cuenta bancaria. Hace años necesitábamos de la intermediación de un funcionario de banca para retirar dinero o para conocer el estado de nuestra cuenta; esas dos tareas se realizan, a día de hoy, millones de veces en todo el mundo sin necesidad de nadie más que el propio interesado. ¿Cuántos puestos de trabajo se ha ahorrado la banca al trasladar la operativa al propio cliente, bien sea a través de cajeros automáticos o de páginas web? Ya estamos viendo que eso mismo sucederá en las cajas de cobro de los supermercados, en las cabinas de peaje, etc.

Volvamos al punto de partida; si nuestro contexto es tan dinámico que afecta directamente a las profesiones de actuales -haciendo que desaparezcan muchas de ellas y afloren otras nuevas que todavía ni conocemos (¿pilotos de drones?)-, ¿tiene sentido un modelo educativo para el futuro basado en las mismas premisas “de toda la vida”? Se trata de una cuestión de gran calado que condicionará el bienestar de la sociedad venidera, porque un desajuste entre la oferta formativa y las necesidades de las empresas aboca a dos situaciones indeseables; en el caso de que la formación de los jóvenes esté por encima de la demanda de las compañías, el modelo conduce a la salida de talento del país en busca de las oportunidades que aquí no encuentran. Es algo que estamos viendo en la actualidad y que provoca una “descapitalización intelectual” de nuestra sociedad, algo que tarde o temprano nos pasará factura. Por lo contrario, si las empresas demandan profesionales más cualificados que los que estamos formando, estaremos “ahogando” el desarrollo competitivo de las compañías e “invitándolas” a que se instalen en otros lugares en dónde sí encuentren el personal con los conocimientos que precisan. ¿No creen que ya va siendo hora de tomarnos en serio el modelo educativo que debemos instaurar en este país? Nos jugamos mucho más de lo que parece.

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