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JUICIO EN OURENSE
¿Cuándo Diego Rodríguez Torres (39 años) acuchilló hasta en 17 ocasiones a Ana Balboa (22) hasta matarla y lo intentó con su novio, Álvaro Blanco (25), era un hombre enfermo o un hombre malvado? Esta es la gran pregunta a la que deben responder al final de la semana los cinco hombres y cuatro mujeres que integran el jurado popular que determinarán el futuro del inculpado a corto, medio y largo plazo.
Acusado de asesinato consumado y otro intentado, sobre él gravita la petición de penas durísimas. Es la primera vez que en la Audiencia de Ourense se habla de prisión permanente revisable, precisamente en los escritos de calificación provisionales de las acusaciones particulares, en representación de los padres de las dos víctimas. Los abogados Jorge Temes y Alejandra Fernández sostienen que el encausado fue plenamente consciente, en todo momento, de su violento comportamiento, cuando en plena madrugada llamó a la puerta de sus vecinos y los acuchilló sin cuartel.
La fiscal y, sobre todo, la defensa del inculpado entran en el mundo de los matices. Nadie discute los hechos porque hubo un superviviente que “fue capaz de oír y ver”, en palabras de la fiscal del caso. Esta última hace valer el trastorno psicótico de Diego, diagnosticado de esquizofrenia paranoide, pero de forma moderada, y le aplica una atenuante analógica que dejaría la pena en 17 años por el delito consumado más siete más por la tentativa.
“Les sigo teniendo miedo”, apostilló. También aclaró, ya con más memoria, que “Ana me quiso clavar un cuchillo en el corazón” y que, por esa razón, la apuñaló en la espalda (el cuerpo presentaba 17 cuchilladas)
La abogada del procesado, Mónica Víctor Fortes, sopesa la enfermedad mental grave y crónica de su cliente en toda su extensión. Diego precisa fármacos diarios y un inyectable cada tres meses y “llevaba nueve meses sin medicar y sin control por parte del servicio público de salud” cuando el 19 de febrero de 2021 se perpetró el crimen de Velle. Tanto Rodríguez Torres como la joven pareja vivían en la calle Juan Fernández de Gres de esa localidad, en el barrio de A Batundeira.
En el primer día de juicio, Diego, ataviado durante toda la vista con una cazadora acolchada negra que ocultaba parte del rostro y con un temblor nervioso que se pegó a su pierna derecha durante toda la mañana, solo contestó a su letrada. En menos de dos minutos y con respuestas breves y pueriles, aseguró que no tenía recuerdos de esa madrugada, y que sentía miedo de Álvaro y Ana. “Les sigo teniendo miedo”, apostilló. También aclaró, ya con más memoria, que “Ana me quiso clavar un cuchillo en el corazón” y que, por esa razón, la apuñaló en la espalda (el cuerpo presentaba 17 cuchilladas). Su última intervención fue la más inaudita: “Ana está viva”.
En la primera sesión, también fue el turno de la Policía y los 13 agentes que testificaron. Todos fueron unánimes a la hora de describir el estado en el que se hallaba el acusado cuando, pasadas las cinco y media de la madrugada, irrumpieron en el escenario del crimen y detuvieron acto seguido a Rodríguez Torres, el vecino de las víctimas. Álvaro recibió tres cuchilladas que le tajaron el abdomen y dejaron a la vista sus intestinos. Antes de desvanecerse, llamó a su padre -la abogada de la familia sostiene que para despedirse porque creía que iba a morir- y le avanzó lo qué había sucedido, señalando al culpable. “Fue Diego, el vecino”. Además, de escribir en el suelo con su propia sangre el nombre de su primo segundo para que no hubiera opción a la duda.
La Policía Nacional rápidamente llegó a la casa del autor del apuñalamiento, un galpón aledaño a la vivienda de las víctimas. Abrió la puerta la madre. El inculpado se había levantado de la cama tras dejar un guante sobre la mesa y la ropa ensangrentada en una papelera, visible desde la puerta de entrada. “Lo vi tranquilo, hablaba con normalidad y su conversación era coherente (…). No estaba ido”, aseguró uno de los agentes del turno de noche que se personó en la vivienda. “Estaba perfectamente bien y entendía todo, y negó los hechos”, declaró el subinspector que participó en la entrada y registro.
La madre de Diego les admitió que su hijo la había encerrado en casa con la excusa de ir a matar conejos y que llegó a escuchar gritos esa noche.
El arma homicida apareció enseguida. En la finca colindante a las casas, a unos cuatro metros, sobre el césped.
La vivienda de la pareja estaba llena de sangre, con el cuerpo de Ana Balboa junto a la puerta de entrada. Diego atacó primero a Álvaro cuando le abrió y Ana, quien también se había levantado de la cama alertada por los gritos de “abre, abre, abre”, se interpuso conminando al acusado a que lo dejase porque ya estaba muerto. Había cierto desorden: muebles movidos por el paso de los sanitarios que evacuaron al superviviente y la escena, según uno los policías, “denotaba un mínimo de defensa ante un ataque inesperado”.
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