Encantado, coronavirus

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Es lo que se dice cuando te presentan a alguien: “Encantado, encantada…”. Pero casi siempre es por cumplido. Pocas veces experimentamos esa sensación mágica de deslumbramiento en el primer instante, y sin embargo la educación prevalece. Hacemos uso del convencionalismo porque, ante todo, somos seres sociales.

Claro que, en el caso de un coronavirus no sé muy bien cómo proceder protocolariamente. Y se me ha ocurrido preguntárselo a Alfonso, un ourensano que acaba de perder a su madre por culpa del COVID-19. De paso, también se lo he consultado -aunque a mucha más distancia emotiva-, a Enrique, un fabricante de ataúdes que tiene callo en el sentimiento después de años gestionando el territorio de los muertos. Me dice que estos días anda cabizbajo, que no duerme bien y que no para de trabajar; “todo por culpa de esta podredumbre que ha venido a cambiar nuestras vidas”, afirma. 

Alfonso, en cambio, ya no se altera. Desde que hace diez días enterró a su madre de urgencia, transita entre la pena y la resignación sin elevar el tono de voz. Solo se lamenta. Y mientras conversamos, se pasa toda la entrevista preguntándose “por qué a ella, por qué nos ha tocado esta maldita pandemia”.

Yo no respondo. Solo pregunto y escucho.

Además de ellos, se me ha ocurrido compartir mi duda con Sara. Tiene 92 años y pertenece al grupo de “los prescindibles”, esas personas a las que en algunos lugares han considerado no aptos para las UCI porque total, para qué… No me lo puedo imaginar. ¿Realmente es posible que alberguemos el embrión de una duda sobre ese tema? ¿De verdad pueden existir sitios no recomendados para la vida de los mayores de 80 años?... Tanto vives, tanto sobrevives al virus.

Prefiero pensar que ha sido una falsa noticia y que los medios de comunicación han caído en la trampa. Lo prefiero. Porque, si no, sería lo mismo que admitir que no hay respiradores para todos y que lo mejor es que se vayan muriendo primero los viejos. Díganme que no es así. Díganme que no hemos anestesiado a la ética con una sobredosis de cadáveres. 

Por supuesto, estas cosas no se las digo a Sara. Ni a ella ni a sus nueve décadas. Si tuviese que enfrentar el asunto le comentaría que solo son “prioridades terapéuticas”, como dicen las noticias. “Son matemáticas, Sara, nada de física. Usted no se preocupe”, le diría.

Y sigo hablándole, sin desviar el rumbo de la entrevista. Ella me cuenta su experiencia, atrincherada como está en su aldea de la Baixa Limia, con la soledad y la vejez acompañándola junto al inseparable botón que llevaba siempre colgado del cuello por si tiene alguna urgencia.

“Mi ilusión no tiene arrugas"

Sara mira por la ventana y ve un prado al que le está creciendo mucho la hierba. Me confiesa sentirse llena de vida. Le teme al bicho, “como todos”, admite, “pero sepa usted que mi ilusión no tiene arrugas, y, si me dejan, llegaré hasta los cien años o incluso más”. 

A pesar de la distancia de seguridad que se impone entre nosotros -cada uno en la esquina del cuarto-, puedo percibir en su mirada una mezcla de valentía y emoción al comentarme: “Cuando has pasado una guerra y has sobrevivido a las balas de fuego y de hambre, un virus es como un insulto a la inteligencia”. Yo le pregunto si alguna vez quiso ser poeta y Sara me responde que sí, cuando estuvo emigrada en Barcelona: “Escribía cartas, pero eran para mí misma. Solo unas pocas hojas. No había para más”.

A muchos años de distancia, Raquel anda entre magdalenas, aceites y latas de conservas. Repone sin parar. No se la reconoce tras la mascarilla. “Estos días, los supermercados son como hospitales; nosotros curamos el ánimo”, comenta, y explica que la gente, aunque se evita por los pasillos, agradece esa atmósfera de cierta normalidad que se respira entre verduras, pescados y detergentes. “Sin olvidar el papel higiénico”, intenta distender y distenderse a sí misma.

Así pues, para esta crónica tenemos a un carpintero de difuntos, a un huérfano del coronavirus, a una anciana con la ilusión intacta y a una empleada de supermercado que, como una buena peluquera en tiempos de paz, se ha visto obligada a ejercer de psicóloga entre lineales. 

Son cuatro en el cuarto humanitario de la cuarentena, haciendo frente al enemigo invisible que ha venido para quedarse.

Y a todos ellos he querido preguntarles con qué argumentos me enfrento yo al coronavirus si, por un capricho del destino, de una tos o de una superficie contaminada, se me pone delante y decide atacarme. Y todos coinciden en lo mismo: confianza.

Vivimos en un mundo donde la palabra mágica es “dependencia”. Ni el ser más poderoso del planeta -ese en el que todos pensamos- podría dar un paso sin depender de otras personas. Por lo tanto, confiar es, como ellos dicen, la mejor arma para enfrentarse al enemigo.

Yo recuerdo hace muchos años, haciendo un reportaje sobre un trasplante de corazón, que un médico me dijo que la confianza era básica para entender el mundo. Aquella noche, el Citroen BX que nos llevaba desde el hospital de Ourense hasta el Juan Canalejo de A Coruña circulaba a toda prisa por la antigua carretera de Santiago. Conducía un experto policía. Yo iba a su lado, y detrás viajaba la fotógrafa y un cardiólogo que dormitaba a pesar de la elevada velocidad a la que iba el vehículo. En el maletero llevábamos una nevera de camping repleta de hielo y dentro de ella, un corazón, el que acababan de extraerle a un joven y que iban a poner a funcionar en la caja torácica de un señor de sesenta años. El tiempo de isquemia corría en nuestra contra. Solo teníamos dos horas y media.

“Cuando has pasado una guerra y has sobrevivido a las balas de fuego y de hambre, un virus es como un insulto a la inteligencia”

Bueno, pues, a pesar de la rapidez con la que el vehículo enfrentaba las curvas, aquel cardiólogo descansaba echado sobre el asiento, y al notar mi intranquilidad me dijo: “Aquí somos todos profesionales: yo confío en que ustedes harán un buen reportaje; la familia del receptor confía en que pongamos a latir este corazón, y dentro de este coche debemos confiar en el conductor que nos guía”. Dicho esto, cerró los ojos y no volvió a abrirlos hasta llegar a Coruña, donde, al final, todo culminó con éxito.

Digo esto porque Alfonso -el hombre al que el coronavirus le arrebató a su madre- me ha dado una lección de sabiduría y templanza que pocos podríamos sostener. Nada más ingresarla en el hospital, le dijeron que su madre había dado negativo al virus; “solo tiene una dolencia cardíaca”, le aseguraron, y la ubicaron en una habitación convencional, donde convivió con otras pacientes y sus familiares, además del personal sanitario, sin que nadie llevase ningún tipo de protección. “Yo decidí ponerme una mascarilla al segundo día -comenta-, a pesar de que el diagnóstico seguía siendo el mismo: “vejez”, o sea, solo dolencias por cuestión de la edad”.

Cuenta Alfonso que, dos días después, al notar que su madre se sofocaba al respirar, los médicos tomaron la decisión de hacerle una radiografía, y ahí descubrieron que la neumonía y el coronavirus la habían colonizado. “Fue un efecto ventana”, me explica Alfonso, admitiendo que no sabe lo que es. “Así me lo dijeron. Al parecer, ocurre a veces cuando tienes otras enfermedades…”. 

Los puntos suspensivos me revelaron su resignación. Yo tampoco sabía qué decirle porque nunca había oído lo del “efecto ventana”, aunque entiendo que la medicina deba parecerse a la política en su retórica, sobre todo en momentos en los que la emoción se corta con el filo de un cabello. Lo cierto es que, a partir de ese instante, todo transcurrió muy rápido: llegaron los estertores, la sedación, la muerte, los trámites y el traslado al cementerio extremando las precauciones; tanto fue así que al sepelio solo asistieron tres familiares, los empleados de la funeraria y el cura, quien se ofreció a oficiar una misa “pero cuando todo esto pase”.


“Quiero un funeral sencillo"


Ahora Alfonso transita con su luto encerrado en casa. Sigue sin abrir su tienda y aunque la economía es frágil prefiere darle importancia a otras cosas. Por ejemplo, se consuela pensando en una de las últimas frases que le dijo su madre: “Quiero que el funeral sea sencillo, no te metas en gastos”. Y así fue: paisaje, camposanto, ocho personas, ataúd y brevedad. “Los homenajes, mejor en vida”, afirma él, reproduciendo las palabras de su madre, al tiempo que reflexiona sobre la sociedad y el hecho de que la economía (siempre el dinero) prime sobre la salud de las personas. “Es una falta de respeto”, dice.

"Estos días, los supermercados son como hospitales; nosotros curamos el ánimo", me comenta Sara

Y entonces me viene a la mente el bolero aquel: “Salud, dinero y amor…”. Está claro que el compositor se equivocó, porque no es precisamente ese orden de preferencias el que mueve los hilos del mundo. Por el contrario, si el bolero hubiese alterado los términos y dijese: “Dinero, salud y amor”, al pobre compositor lo habrían linchado y su fama duraría en el Olimpo de la música lo que un reguetón; por políticamente incorrecto. Así es la vida.

Al final, desde su apenada serenidad, Alfonso me dio una gran lección de ética. Terminó diciéndome: “Me gustaría que todo esto sirviese para darnos cuenta de que las oportunidades deben ser iguales para todos, mayores y no mayores”. Y me preguntó: “¿Sabría usted decirme cuál es la edad a partir de la cual dejamos de ser importantes?”.

Terrible interrogante. Yo lo escucho y no respondo. Pero le agradezco su testimonio porque estoy seguro de que va a hacer mucho bien.

Lo mismo que a Raquel, la empleada del súper. Ella, como los sanitarios, las fuerzas y cuerpos de seguridad, los transportistas, y todas las personas que estos días dan la cara frente al virus, enfoca el problema con una fortaleza enorme. Le pregunto si su fuente de energía es la solidaridad, y ella me responde que no lo sabe. “Simplemente lo hago”, dice encogiéndose de hombros.


Sencillez por doquier


La sinceridad es el arte de lo genuino. Y esa sencillez, que en estos momentos tanto se agradece, podemos encontrarla en lugares insospechados. En la caja de un supermercado, en un quiosco e incluso entre las virutas de una carpintería especializada en fabricar ataúdes. Precisamente allí vemos a Enrique. Anda lacando una remesa que enviará a Madrid, y lo hace con el mismo respeto que si el féretro estuviese ocupado. Le pregunto si estos días también tiene en su mente el concepto de “negocio” o hay algo más. El hombre detiene su trabajo, se quita la mascarilla -que usa para protegerse de los vapores químicos del barniz- y me mira. “A toda esta gente -señala el interior del ataúd vacío- le han arrancado la vida”. Y añade: “Yo hago ataúdes porque es lo único que sé hacer. Desde niño. Pero créame que estos días no tengo muchas ganas”.

Y vuelve a ponerse la mascarilla y sigue barnizando, y al cabo de unos segundos, como si le quedase algo por decir, se detiene de nuevo y me apunta con el pulverizador: “¿Sabe por qué sigo trabajando?”. Yo dejo que la pausa alimente la intriga, como él desea. Otra vez la mascarilla fuera: “Por respeto. Esto es lo último que ven de ellos sus seres queridos: cuatro maderas. Pero es lo que yo siento”.

Terminamos la conversación y pienso en lo importante que son los gestos. Los detalles. Esas pequeñas cosas que cantaba Serrat. De la misma manera que un ataúd no son cuatro maderas, tampoco una fotografía es solo un papel con tinta. La del abuelo con su nieto, que ilustra esta crónica, por ejemplo. Cuando la tomé -hace tres décadas en el pueblo de Cardeo-, el anciano me pidió que esperase un instante. Cogió de la mano al niño, se puso firme y me sonrió. “Que se vea lo orgulloso que estoy de mi nieto”, dijo en un hermoso gallego. Nunca más volví a verlo; tampoco al niño, al que me hubiese gustado poder explicarle el trasfondo de la foto. Pero siento que al hacerla pública hoy les hago un homenaje a ambos.

Y también a la niña que me ofreció aquel atado de plátanos en un gesto a medio camino entre la firmeza y el sacrificio. Igualmente, en ella creí ver el orgullo de lo bien hecho.

Ourense y Asia unidos. Quién lo diría, ¿verdad? Pero unidos por las ganas de vivir.

Es cierto que en aquel momento no había coronavirus. Tampoco lo hay ahora entre mi mente y el teclado. Ni en el periódico que usted está leyendo. No hay coronavirus en las calles ni en los hospitales, ni en los supermercados ni en ningún sitio. Ya no hay coronavirus... Cuando la esperanza lo inunda todo, cuando un balcón es un anhelo de sueños, cuando sentimos juntos el mismo latido; cuando todo eso ocurre, hasta la tragedia se vacuna de pena. Pensemos en volver. Hagámoslo. Porque, como dijo Sara mirando desde su ventana los prados: “Por muy duro que sea este virus, más fuertes somos nosotros”. Entonces sí que respondí (no solo pregunté y escuché). Le dije: Gracias.

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