El ángulo inverso

El telegrama del espanto

ALBA FERNÁNDEZ
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JUEVES, 15 DE DICIEMBRE.

Ocurrió hace no tanto. Mi generación fue la última que lo sufrió. Desde 1939 a 1975 el dictador controló este país con mano de hierro. Hitler se llamó a sí mismo ‘Führer’, Mussolini se autollamó ‘Duce’ y este hombre se hizo llamar ‘El Caudillo’. Este hombre que firmó impasible penas de muerte mientras tomaba café. Hay que joderse, ya escribí que un día mi tertuliano profesor le pidió a sus alumnos que escribieran sobre él. Quedó desconcertado. Sólo tres sabían algo y otros llegaron a confundirlo con Franco Battiato, el cantante italiano. A la generación de cristal le borran el pasado.

En la mía, todavía habitan los ojos fríos de aquel hombre. Alguna noche me visita. Cómo te diría, como si fueran las voces de los muertos que escuchó en Comala Juan Preciado a la búsqueda de su padre Pedro Páramo. Ay, tiempos de familias numerosas y ejército victorioso. Cuánto se prolongó la posguerra.

Siempre me intrigó la vida personal del dictador. Cómo es la vida, el destino hizo que conociese al chófer del general. “No des datos de mí, pero te cuento”.

Su padre fue guardia civil y nació en Vilardevós. Allí sirvió. Ah, todavía existe el caserón del cuartel donde vivían hacinados los guardias con servicios de veinticuatro horas por el monte. Mal pagados, cubiertos con sus capas verdes, daban miedo. Allá iban tras los contrabandistas y los maquis que se escondían en la zona. Cierto es que algunos guardias murieron en enfrentamientos. Recuerdo ahora que De Dios, el guerrillero de Sandiás, me dijo: “Temblaban, nosotros luchábamos por un ideal y ellos por una mísera paga”.

Pero volvamos a mi amigo: “Franco venía con frecuencia al Pazo de Meirás. Era 1969, buscaba un chófer para sus salidas a Madrid y sobre todo para pescar a orillas del Eume. Alguien recomendó a mi padre. ‘Cuando me llamó’, contaba mi padre que lo miró con sus ojos gélidos. ‘Mañana a las siete, estese usted aquí en el Pazo’. Llegó a casa hecho un flan. Como casi todos los guardias, lo admiraba por su valentía. Conocía su frase: ‘He visto pasar la muerte a mi lado muchas veces, pero por fortuna no me ha reconocido’. Cuando se presentó en el Pazo, un coronel le dijo en su despacho: ‘Va a estar usted al servicio del salvador de la patria. Sepa que cuando luchó en Marruecos iba delante sin miedo a los disparos. Allí, los moros juraban que tenía Baraka, ese aliento de los dioses para los elegidos. Todos querían estar a su lado porque su Baraka cubría también a los suyos’”.

“Sólo una vez mi padre nos llevó a mi madre y a mí a visitar al general. Cielo santo, cada dos metros había un guardia civil. Allí estaba él, traje gris, sombrero y afable. Me puso la mano en la cabeza: ‘¿Qué tal? ¿Cuántos años tienes, chaval?’ Levanté la mano y puse cuatro dedos. Verídico, me dio un caramelo de tofe, eso fue todo. A mi padre no le gustaba hablar mucho de su trabajo, pero una noche estaba alegre y contó: ‘La verdad es que no entiendo cómo este hombre que dicen tan heroico va con tanto miedo en el coche. Cuando vamos a Madrid quiere que haya un guardia cada cinco metros, la orden es: de tal forma que cada cual pueda ver al otro’. Tengo grabada aquella frase con que lo definió mi padre: ‘Ten máis medo que once vellas. Mira tú, él que da miedo a todos los que lo rodean, cuando lo llevo en el Dodge Dart, siempre va temeroso. En el coche siempre hay confidencias. Un día me dijo: me quieren joder… Así que a lo largo del viaje me mandaba parar y ante mis atónitos ojos, allá subía a otro coche de sus escoltas. Ocurría tres o cuatro veces en el trayecto’”.

“Cuando viajábamos, no hablaba mucho conmigo pero a veces me contaba alguna cosa de su juventud en Marruecos. Admiraba mucho a los rifeños, por eso su guardia personal era la Guardia Mora, todos del Rif donde cogió fama de Baraka. Morían oficiales aquí y allá, y él ileso”.

“Los mejores días eran cuando llevaba al general a pescar al río Eume. Sabía que mi padre era pescador y lo invitaba a participar con los suyos. Yo le pregunté a mi padre si era cierto que le ponían los peces casi en el anzuelo. Me dijo: ‘No tanto, no tanto. Lanzaba la mosca regular. Cierto que las fotografías en que sale con un gran salmón en la mano no lo había pescado él. Pero quince días antes acotaban el lugar donde él iba a pescar y empujaban a los salmones hacia allí. A media tarde, los cocineros preparaban los salmones, después el general y todos los invitados nos sentábamos a la mesa bajo una tienda de campaña. Ni una palabra de política pero sí mucha algarabía y siempre había alguien que se atrevía a pedirle favores. Franco, casi impasible, asentía. Cuando contaba una anécdota, había un silencio sepulcral y después muchas risas’”.

“Un día hablamos de doña Carmen Polo en casa. Tenía fama de no pagar en las joyerías. Mi madre preguntó curiosa si era cierto que las joyerías cerraban cuando doña Carmen Polo salía de compras. Mi padre dijo ‘Sólo la llevé una vez a una joyería importante de la ciudad. La verdad es que no vi muy felices a los dueños cuando salieron a recibirla…’”

“En una ocasión, terminadas las vacaciones, mi padre llevó al general a Madrid: ‘Subió Franco al coche con una caja discreta de la que no se separó en todo el trayecto. Me extrañó que ese día no tomara precauciones y no cambiara de coche. Después, supe que en la caja iba la reliquia de Santa Teresa de Ávila, su brazo incorrupto, que siempre tenía en su mesilla’”.

(“Era el año 72, mi padre destinado en Extremadura ascendió a teniente. Cuando esto sucede, es inevitable, le cambian de destino. Cielo santo, mi padre leyó en el boletín oficial del estado que su nueva ciudad era Bilbao. Años del plomo, mi padre no quería llevarnos allí. Lo recuerdo bien, cuando estábamos todos tristes y resignados en casa, de pronto, mi padre casi gritó: ‘Esto lo arreglo yo’. Al día siguiente, yo le acompañé al tren, en su maleta llevaba café portugués y algunos regalos. Tal como te lo cuento, a los cuatro días regresó y ya en la estación nos dijo eufórico: ‘Ya no nos vamos a Bilbao, nos quedamos’. Alguna vez le pregunté a quién visitó en Madrid. Nunca lo dijo…”.

“Mi padre siempre arrastró algo así como un sentimiento de culpa. Cuando el nuevo teniente que venía a cubrir su plaza llegó a Extremadura, leyó con espanto un urgente telegrama con su cambio de destino a Bilbao”).

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