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Cuando se entrega una pulsera telemática al interno, de entrada hay confianza. No es ciega, pero lo cierto es que los técnicos de la junta de tratamiento tienen buen ojo a la hora de chequear una reinserción. El porcentaje de incumplimientos es bajo. “No hubo en los últimos meses”, asegura el director del centro penitenciario ourensano.
Iván y Carla (no son los nombres reales porque desean el anonimato por razones familiares) cumplen a rajatabla la reclusión casera; entre las once de la noche y las siete de la madrugada. No quieren volver a pasar por la cárcel porque implica demasiadas renuncias, incluida la de no poder ver crecer a sus hijos. Carla dio a luz con la pulsera en el tobillo.
A Iván (43 años) pese al delito económico que cometió en 2009 -fue encarcelado 13 años después-, la pulsera le ha permitido recuperar el trabajo en una empresa de logística y estar con sus dos críos. “En prisión me trataron bien, aunque entré muerto de miedo, se me cayó el mundo, y por nada quiero volver”, asegura temeroso de decir algo que le perjudique. Admite que su vida es casi normal, “con una vida estructurada”. Ha tenido que renunciar a irse a la playa, más allá de un fin de semana (hay horario libre), llevar tobillera en la piscina para que no se vea la pulsera (“por pudor mío”) o no alargar más de la cuenta una reunión con amigos o los parientes. Pero son minucias para él. “Tengo claro que aún estoy cumpliendo una condena y te debes al centro penitenciario, así que entiendo que esto no puede ser una barra libre”, apunta. Las renuncias son pocas si van a la balanza. “Tengo trabajo y puedo estar con la familia, para mí eso es lo que pesa”, añade.
El buen comportamiento de Carla (41 años) en la cárcel y un contrato de trabajo como dependienta la hizo merecedora de la pulsera al cabo de un año en la prisión. Desde entonces, según dice, su camino “es muy recto” porque ha aprendido a valorar de la peor manera posible la importancia de la libertad. “Es lo más grande que tienes en la vida y he asumido mis errores”, señala.
En su caso, oculta los tobillos para que no se vea la pulsera, por eso lleva pantalones en vez de vestidos y faldas. Y admite que lleva tres años sin ponerse un bañador. “Solo mi entorno más cercano sabe que llevo una pulsera y no quiero que se sepa porque el paso por la cárcel, aunque hayas enmendado tu vida, continúa siendo un estigma”, explica.
En su experiencia con el brazalete no hay contras, aunque su vida ahora tenga horario de regreso a casa, como cuando era joven. “Vivo con mi gente y tener un horario limitado no es nada; a cambio lo tienes todo, la libertad de vivir en libertad, alejada de las cuatro paredes de la celda”, destaca. Y, según recalca, tiene claro que allí no quiere volver y seguir el camino baldosas amarillas, “como en el Mago de Oz”.
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