Peridis y el litigio del zanco de pollo

Una preparación fácil, clásica y sabrosa de pollo.
photo_camera Una preparación fácil, clásica y sabrosa de pollo.
Con la democratización del consumo del pollo surgió en las mesas españolas: el Litigio del Zanco de Pollo

Las atribuladas gallinas criadas en granjas industriales llegaron al mercado a partir de los años sesenta. Con anterioridad, el pollo resultaba francamente caro, un auténtico artículo de lujo. Eulogio Gómez Franqueira encontró un remedio para solventar esta situación de penuria. Impulsó el cooperativismo en la provincia de Ourense y surgió así, COREN-UTECO. Franqueira tuvo un brillante desempeño como empresario, y fue capaz de demostrar que podía ser hombre de armas tomar: tuvo el coraje de ahuyentar, pistola en mano, a un comando de ETA que pretendió secuestrarlo en su domicilio (al conocerse su gesta, se dijo de él que era el hombre con más huevos de España). Predicaba con el ejemplo: se cuenta que para acallar las críticas que recibían sus granjas porcinas a causa del mal olor, instaló su propia casa en las inmediaciones de una de ellas. 

Con la democratización del consumo del pollo surgió en las mesas españolas: el Litigio del Zanco de Pollo. Y es que, de todas las enjundias del ave de corral -bueno, de corral, las más afortunadas-, las extremidades son las que suscitan una mayor pasión gustativa. Pero esta predilección tropieza con la contrariedad de que el animal no posee más que dos patas. En este sentido, una trabajadora de la televisión gallega recordaba que cuando había pollo en el menú, la mayoría pedía pata. El camarero los llamaba al orden, diciéndoles: -No pidáis milagros, ¡tenemos gallinas, no ciempiés!

Por lo demás, los zancos objeto de deseo, una vez que llegaban a la mesa, muy rara vez se repartían salomónicamente, en especial en lo que concierne al binomio compuesto por hombres y mujeres. El dibujante Peridis refería que era muy típico en las casas españolas que se suscitase “la cuestión de la pata del pollo”. Una de las extremidades era impepinable que se le sirviera al Perdis padre. Pero la otra era más problemática y litigiosa. No solía a ser para la mujer, sino para uno de los hijos, al que se le distinguía de este modo, creando en los restantes un estigma de postergación. En la casa de Peridis, la codiciada pata -la que quedaba tras adjudicarle una al padre- era para el primer varón que empezó a aportar dinero a la familia.

El litigio se repetía por doquier. Varias personas entrevistadas coinciden en reportar que en sus casas se consideraba normal que el zanco se le adjudicara al padre, en tanto que la pechuga le correspondiera a la madre. En otra familia, los zancos del gallo tenían que ser obligatoriamente para el padre y un hijo, nunca para las hijas. Cuando la informante creció, preguntó a su madre con ingenuidad adolescente -que no estaría exenta de una leve y típica impertinencia de adolescente insumisa, que la entrevistada no confiesa- preguntó, decíamos, por qué razón se practicaba tal discriminación. “-Porque siempre fue así”, fue la respuesta que recibió, dicha en tono malhumorado. –“¡Por poco no me cae una bofetada!”, precisaba la relatora.

Como conclusión, en el hecho de que la pata se adjudicase solitamente para el disfrute paterno, en tanto que la pechuga y otras partes blancas y más bien melifluas, quedasen para las mujeres, se podría conjeturar que se evidencia un cierto sesgo sexista. Pero también es posible entrever que, antes que nada, subyace en tal reparto sui generis, un rasgo significativo inscrito en el imaginario simbólico de nuestra sociedad. A tenor de la mentalidad tradicional y la marca de género adscrita a los alimentos, la pechuga parece más idónea para el sexo femenino: es más seca, blanca, limpia de nervios y fácil de comer. Se tenía por una carne de blancura inocente, un alimento amable, con menos grasa y más fácil de digerir. Gozaba también de la reputación de ser más digestiva y sana: de hecho, la pechuga -a la par que la merluza- se consideraba recomendable para los enfermos. Desde luego, es claro que resultaba más fácil de comer y requería el uso del cuchillo y el tenedor. 

Indudablemente, no poseía la enjundia carnal, jugosa y casi libidinosa del zanco. Ni tampoco sus sensuales curvaturas, ni su sustancia. La pata es incuestionablemente más sabrosa… pero bastante menos saludable, bajo un prisma estrictamente dietético. Permitía además el ademán viril de tomar el zanco con una mano (¡o con las dos!) e hincarle el diente a la carne dejando un rastro de grasilla en ambos lados de los labios rampantes, y succionarla tratando de apurar el gustoso sabor del hueso. 

La disputada pata, por lo tanto, parece convenir mejor a la condición viril. Cabe añadir que muchos varones estaban convencidos de que ellos se la merecían, puesto que -como solían aducir- ¿acaso no eran ellos quienes traían a casa las lentejas para la familia? Y además el zanco era un auténtico goce, un privilegio para el paladar. Y ya es sabido a quién solían corresponder las prerrogativas de este jaez.

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