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Recordar es revivir y revivir, para las personas que han huido de una guerra es sinónimo de dolor, de estrés y de ausencias. “No quiero recordar, pero es muy importante hacerlo. Tenemos que hablar de esto, porque ahora hay gente que empieza a olvidar lo que pasa”. Habla así Yuliia Ducharova , de 22 años. Puede que tenga razón. Dos años después de la invasión rusa a su país, tal vez se nos esté borrando su tragedia. Yuliia vive en Ourense junto a su madre Natalia Ducharova y su hermana menor. Aquí coincidieron con Iryna Shevchenko y sus dos hijos. Todas proceden de Jarkov, en la frontera rusa, una zona especialmente castigada. Las tres mantienen en la memoria los detalles de las horas previas a que su mundo se les rompiera en mil pedazos. “A las cinco de la madrugada escuchamos unos ruidos y nos preguntamos qué estaba pasando. Eran las bombas. A pesar de eso, yo quería ir a trabajar y mandar a mis hijos a la guardería. Pero ya no fue posible. En un día todo se acabó. Empezó otra vida”, afirma Iryna Shevchenko. La Universidad por la mañana y el trabajo por la tarde llenaban el día de Yuliia. Al volver a casa a las once de la noche, habló con su padre. “Le comenté que todo el mundo estaba preocupado por la guerra y me dijo que estuviera tranquila, que no pasaba nada. De madrugada escuché un ruido y creí que era el viento, yo le tengo miedo, pero eran cristales. Vi luz en la habitación de mis padres y supe que algo pasaba. Eran las cinco. Fui y vi a mi madre recogiendo pasaportes y documentación. Pregunté hasta tres veces: ¿qué pasa? Y la última vez, ¿es la guerra? Empecé a temblar y no supe por qué. Mi padre me pidió que despertara a mi hermana y me negué. No podía. Era una niña y no sabía cómo despertarla para decir que hay una guerra”.
Hay un silencio emotivo. Las guerras arrancan lágrimas, muchas muy amargas, como las que Yuliia recuerda del día en que todo lo conocido se hizo lejano. “No quería salir de mi país. Ahí está toda mi vida, mi gente. Cuando salimos fueron muchas emociones malas, llorábamos todo el día.”
Para Iryna, marchar no fue una prioridad inmediata. “El primer día que empezó la guerra murió mi amiga y su esposo. Aún así, yo viví tres semanas tranquila. Creía que todo aquello no iba a durar más que unos días, no podía durar. Pero vi desde mi ventana cómo fue bombardeada la casa de mis vecinos. Murieron y fue un shock. Tuve miedo y mi esposo dijo que tenía que irme con los niños. No quería salir del país, solo ir a otra ciudad, más alejada de la frontera”. Natalia descubrió los autobuses para evacuar a la población. “Perdimos tres, porque no había plazas. No sabíamos qué futuro sería el nuestro, a qué país íbamos a llegar, ni qué teníamos qué hacer”.
Dejaron atrás todo. A los suyos, la vida que conocían y un futuro arrebatado. Pero desde ese primer día, creyeron que el regreso estaba muy cerca. “Claro, una semana, máximo dos”, afirma Iryna y las demás asienten, aunque ahora creen que el regreso no será “ni este año ni el que viene”. Las tres anhelan volver “para encontrar, mirar, hablar, abrazar, besar”. Pero desde allí les dicen que se queden. Hablan todos los días, “nos dicen que todo normal, mienten para que no nos preocupemos. Quieren que volvamos pero saben que es peligroso y nos dicen que quedemos”. Y Yuliia, la más joven, reflexiona: “Para mi padre y el marido de Iryna es muy difícil ver cómo sus hijos crecen y no estar con ellos”.
Una vez aceptada la idea de que el regreso no será aún, sus esfuerzos se centran ahora en encontrar un trabajo. Preparación y aptitudes no les faltan, aunque ellas todavía no se lo crean.
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