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DEMANDA DE UNA VIDA DIGNA
Marina Villar es madre de tres hijos, dos de ellos dependientes. Edgar, de 17 años, padece una atrofia muscular espinal tipo 2 con un 84% de discapacidad. Pablo, de 8, nació con una parálisis cerebral con un 95% de discapacidad. Gisela, de 11, es la única que puede llevar una vida más independiente, aunque está diagnosticada de TDAH.
Desde hace años, la vida de Marina gira en torno al cuidado de sus hijos, a los que dedica la totalidad de su tiempo entre consultas y tratamientos. En el caso de Edgar, cuenta con una silla motorizada que le permite desplazarse de forma autónoma. Pero no sucede lo mismo con Pablo. Aunque a nivel cognitivo comprende todo lo que sucede a su alrededor, no puede comunicarse y ahora -sin una silla motorizada que, según los criterios técnicos del Sergas no le corresponde- tampoco puede llevar un día a día más cercano al de un niño de su edad.
Según la justificación que le ofrecen desde el Servicio de Rehabilitación, este caso “no cumple los criterios de prescripción de sillas de ruedas eléctricas”, puesto que no puede manejarla por sí mismo. La respuesta no convence a Marina: “¿La va a tener con 18 o 21 años? Tendrá que empezar a hacer vida social ahora. Él va al parque o a un cumpleaños y se queda en una esquina mirando”. Es el relato de una madre que demanda una vida digna. “Están limitando cosas que el niño ve que sus compañeros hacen y él no puede. Si los otros niños corren, él podría correr en su silla”. Una realidad que ve reflejada en su hermano, que llegó a jugar al hockey o a participar en la versión inclusiva de la carrera de San Martiño. Mientras, Pablo no puede: “Tiene derecho a jugar en los recreos, a participar en actividades de forma autónoma sin depender de sus compañeros o de una cuidadora”.
Para Marina, está claro que las terapias son importantes, pero “cuando una enfermedad no tiene cura, es mejor tener una calidad mientras hay vida, que vivir sesenta años sin tener un mínimo de autonomía”.
Autonomía que a día de hoy se ve todavía como una utopía, alimentada por otras cuestiones que afectan al núcleo familiar en su conjunto. Porque a pesar de que Edgar cuenta con una silla de ruedas motorizada y puede desplazarse a sus consultas de manera independiente, se encuentra con otro obstáculo con el que choca también Pablo: ninguna de las dos sillas cuentan con un sistema de protección para la lluvia. “Esta semana no han ido al colegio porque llovía, y no puede mojarse la silla porque entonces mientras se seca tienen que estar tumbados en el sofá o en la cama”. En este caso, demanda Marina “una capota cuanto menos”, para poder salir de casa los días de invierno.
En relación a esta petición, desde el Servicio de Rehabilitación explican que por regla general “no está incluida en el catálogo, salvo algunos modelos que la llevan por defecto”.
“Con estas enfermedades, a Edgar le daban tres años y ya va a hacer 17. Lo único que quiero es que vivan y que dentro de lo posible tengan una rutina lo más normal posible”. Es esta la demanda de una madre que -sola- lleva la vida “corriendo” y pide a las instituciones “humanidad” ante la que hoy es su situación, pero que mañana puede ser la de cualquiera.
La vida de Marina, como la de otras familias ourensanas, está condicionada por las limitaciones personales y por las limitaciones del entorno. La ciudad en la que nacieron sus hijos les cierra ahora las puertas a las actividades que deberían ser accesibles para cualquier niño.
La sensación de impotencia de una madre que ve que tratan a los niños “como hacían antes, que había una persona con discapacidad y la escondían”. Así lo vive incluso cuando quiere ir al colegio, que lo define como “todo un reto”.
“Rebajes que no coinciden con los pasos de peatones, bordillos altos, aceras estrechas, tramos donde tienes que ir mucho más lejos para poder pasar con la silla, coches aparcados entre los pasos de peatones…”, apunta Marina como solo algunos de los obstáculos con los que se puede encontrar cualquiera que pasee un día cualquiera por las calles de Ourense. Una situación que afecta también al transporte urbano: “Muy nuevos, muy eléctricos, pero con plaza para una única silla. ¿Y qué hago yo que tengo dos y que los dos son menores y necesitan ir a consulta? Si el conductor me deja subir, subo; y si no, pues pierdo la cita”.
La adaptación del entorno se caracteriza en esta ciudad por su ausencia, siendo “escasa” en parques o en cines, donde “podemos ir, pero Pablo y Edgar se quedan delante donde están las sillas de ruedas, y mi hija y yo nos tenemos que ir atrás porque no hay asientos para los acompañantes”.
Lo mismo sucede con la famosa Cabalgata de Reyes: “Después de conseguir firmas, hace unos años -con la alcaldía anterior- se puso un sitio en la cabalgata para que los niños con discapacidad también pudieran vivir ese momento. Pero ahora ya no lo hay”.
Marina, que asegura haber escrito al Concello hace seis meses, continúa esperando una respuesta por parte del alcalde, que todavía no se ha puesto en contacto con ella. Un desinterés tan notorio como el que señala esta madre a la hora de poner plazas de aparcamiento para minusválidos: “Yo no tengo ninguna plaza adaptada y a mí me multó la Policía porque el coche estaba aparcado en línea amarilla para subir las sillas de ruedas a casa; pero el coche del alcalde siempre está aparcado en carga y descarga”.
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