Francisco Lorenzo Amil
TRIBUNA
Lotería y Navidad... como antaño
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La playa es un punto hipnótico en la tierra. Funciona, de alguna manera, como la mierda con las moscas: allí donde hay una, hay un desfile de ritmo militar.
La playa es como un pequeño dictador benevolente. Te obliga a recorrer la línea redondeada de la orilla de punta a punta. En silencio. Esquivando piedras, plantas pegajosas y algunos rostros rutinarios a los que venías a olvidar. Y caminas y caminas, sorteando los remates imperfectos de los jugadores semi profesionales que agarran recios las raquetas de madera arqueadas por el agua. La playa tiene la culpa, sin duda alguna, de ser la fábrica más grande de aficionados al pádel. Culpable de abandonos del pádel también.
La playa es el recordatorio constante de que la vida funciona llena de objetos.
La sombrilla, la toalla, la silla.
El maletero del coche abarrotado de cachivaches de temporada.
La nevera, la colchoneta, el cubo y la pala.
La playa te recuerda con su tono sarcástico que, al final, hiciste lo que juraste nunca hacer. Enfrascarte en el tumulto
La playa te recuerda con su tono sarcástico que, al final, hiciste lo que juraste nunca hacer. Enfrascarte en el tumulto. Mear en el mar porque, para qué engañarnos, todo el mundo lo hace y qué más da. Y sin darte cuenta has dejado de ser tú, y ya no bajas con los calcetines puestos porque la arena caliente te crispa en la planta del pie. A la playa, por cierto, se baja. Nunca se sube. La playa, sí la playa, es uno de los lugares más inseguros de todos los que uno podría escoger. Si eres miope sobre todo. El número incontable de veces que regresas a una toalla que no es la tuya. A una familia que no es la tuya. A una boca que no es la tuya. En la playa besé a mi cuñada por error, y toqué alguna nalga equivocada confiando en el instinto ciego de mi sentido de la orientación.
Por culpa de mi orientación estuvimos horas caminando en eses.
Por culpa de mi orientación me abofetearon con razón.
La playa te envuelve y te quema la piel. Y la arena invade todos los recovecos de tu cuerpo: la entrepierna, las axilas, la regañeta. Invade toda tu ropa, incluso después de la playa, incluso después del verano, y en el suelo del coche una cala de propiedad privada. Que alguien diga por fin que el sexo en la playa solo funciona en las comedias románticas.
La playa te arroja al miedo. El miedo a la picadura de la faneca, a que te hagan pis encima, el miedo a que te vean. Miedo al mar y sus olas retorcidas. Las que te enroscan y torturan hasta la falta de aliento. Miedo a no hacer pie. Y el sol que vigila desde arriba y te pega como si le debieses dinero. Y se ha perdido un niño, pero el teléfono móvil sigue escondido en el mismo sitio.
La playa es una mierda que te tiñe la piel color cobre.
La playa es el lugar al que vuelvo cada verano, a ver si este año me hipnotiza del todo y me convence, y al fin olvidamos por qué nos odiamos.
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