Ángel Mario Carreño
REFLEXIONES DE UN NONAGENARIO
El milagro Zapatero
Mi padre, el segundo, nunca saldrá en los libros de historia.
Acto inexplicable dado el currículo de hechos históricos que le preceden. No en vano, y según su propio relato, es el inventor y precursor de las primeras fotocopias reducidas que, atadas a una goma, ejercían como instrumento de trampa imbatible en los exámenes de instituto.
La chuleta con auto recogimiento creo que la llamó.
Mi padre, el segundo, es capaz de ver algunas cosas antes de tiempo.
Decidió en los noventa crear un programa para controlar el stock de las farmacias.
El stock, yo no lo sabía, es el material disponible que tiene un negocio.
No recuerdo el nombre, pero conociendo a mi padre, es probable que lo llamase Farmastock.
Que él es muy listo, pero poco arriesgado en lo comercial.
Cada fin de semana cogía el coche y se recorría todos los pueblos de alrededor.
Alabando el Windows 95. Seduciendo a señoras y señores de lo beneficioso que sería tener informatizado todo el sistema de almacén y venta.
Pero claro, dile tú al Eladio de la tienda-estanco de Loiro, que tiene que aprender a usar un ordenador para vender el Marlboro y el licor.
Pues con las farmacias lo mismo.
Fue poco a poco introduciendo el Farmastock (insisto en mi poca seguridad en lo que al nombre respecta) y creó una cartera de clientes desde Lobios hasta Sober. Eso sí, en todas y cada una de las farmacias, mi padre, como promoción para conseguir la venta, se comprometía a dos cosas: un servicio técnico de 24 horas, y encargarse de manera personal de introducir todos y cada uno de los productos en la base de datos del Farmastock.
La desesperación le consumía ante la imposibilidad de que la señora Ana de la farmacia de Chantada usase el Farmastock.
En una ocasión fui con él.
Me persiguió durante varias pesadillas aquel trabajo.
Un domingo sonó el teléfono fijo de casa. Era uno de esos rojos con el cable rizado y los botones negros. Yo escuchaba desde el piso de arriba de casa como mi padre caminaba trazando un círculo perfecto en el espacio que el cable del teléfono le permitía.
Farfullaba.
Y algún suspiro.
Él daba directrices.
- Abre la ventana de la izquierda. Si no hace nada ciérrala y vuelve a abrirla-.
Y nada.
La desesperación le consumía ante la imposibilidad de que la señora Ana de la farmacia de Chantada usase el Farmastock.
Así, mi padre decidió plantarse allí.
Las promesas, aún venta firmada, no se pueden romper.
Al llegar, Ana lo esperaba sentada detrás del mostrador.
Con la derrota del Windows 95 sobre los cristales de sus gafas.
- Mira esto no te funciona, y yo abro la ventana como me dices, pero no te sé que tiene que ver. Que además hace corriente.
Mi padre, en silencio, cerró la ventana de aluminio gris de la farmacia y abrió el Farmastock.
Cesó la corriente. Él nunca volvió a Chantada.
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