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EPITAFIOS
Un epitafio es un acto de disidencia contra la dictadura universal de la muerte. Implica la premeditación de un discurso que finalmente resquebraja los muros del silencio definitivo, para iniciar un diálogo con los vivos de ese futuro en que el dueño de las palabras ya no estará.
Un epitafio representa esa última renuencia de un individuo a desaparecer del todo, su aspiración a alcanzar una especie de inmortalidad, que durante un tiempo, a veces prolongado, concede el ingenio humano sobre las potestades del olvido y el polvo. Célebres fueron en Egipto, Grecia y Roma, al punto de conformar una especie de subgénero literario.
El renacimiento y el barroco, con su filosofía del momento morir, fueron pródigos en ellos; el romanticismo los acuñó como una estocada de superioridad intelectual que alcanzó una de sus cúspides con aquel del poeta inglés John Keats que se hizo célebre en toda Europa: “Yo fui uno cuyo nombre fue escrito en el agua”.
La meditación de la muerte, lejos de ser un ejercicio de pesimismo tétrico, permite valorizar la belleza de la vida, volviendo al ser humano consciente de su propia fragilidad, y del carácter imprevisible de su destino.
Se escribieron y se escribirán epitafios, porque unos sirven para burlarse de la solemnidad de lo fúnebre, y otros, sencillamente como una advertencia o reflexión sobre la banalidad humana y el efecto arrasador del tempus fugit.
En Ourense, como en buena parte de toda Galicia, los imaginarios de la muerte cuentan con una trayectoria de siglos.
Los cementerios proporcionan lecturas útiles de la realidad, tanto del pasado como del presente. Hay en ellos todo un lenguaje, que se expresa a través de la arquitectura, pero también explícitamente, mediante las palabras.
Toda la provincia es un yacimiento de imaginación post mortem, que anima y da sentido a las dinámicas del folklore gallego.
El cementerio de San Francisco (1834) es mucho más que un camposanto; es un auténtico panteón de la cultura gallega y forma parte de la Ruta Europea de Cementerios Singulares. Pasear por sus senderos es recorrer la historia intelectual de Galicia, especialmente de la llamada Xeración Nós.
Entre las figuras que allí descansan, destacan Ramón Otero Pedrayo (1888–1976), Eduardo Blanco Amor (1897–1979), Valentín Lamas Carvajal (1849–1906), Florentino López Cuevillas (1886–1958), Vicente Risco (1884–1963) y José Ángel Valente (1929–2000).
Pero entre todas ellas, sobresale, en la parte más elevada, una que no solo alcanzó celebridad en vida por su portentosa inteligencia, sino que post mortem, sigue estimulando la curiosidad de visitantes propios y foráneos: Xosé Ramón Fernández-Oxea (1896–1988), más conocido como “Ben-Cho-Shey”, escritor y cronista célebre por un sentido del humor cáustico que rebasó su personalidad y sus obras, para formar parte del imaginario popular por su epitafio, en el cual, usando la lengua gallega como arma del sarcasmo, bromea sobre la muerte como su “nuevo domicilio”, las veleidades de la política local, y la importancia de reconocer los talentos y virtudes en vida.
Es imposible leerlo sin una carcajada. Quien baja la cuesta, advierte ya unas inscripciones, que no por solemnes dejan de ser asombrosas.
Entre el conjunto escultórico destaca el mausoleo de la familia Pintos, como un crucifijo descabezado por las labores del tiempo; a la izquierda un niño con un libro abierto (“Lo que fui”), y a la derecha una calavera con dos tibias cruzadas (“Lo que soy”). Es una clara estampa del desengaño barroco de la vida que tan profusamente trataron los autores del Siglo de Oro.
El cementerio de Ribadavia (1840) es más bien un camposanto propio de la burguesía local y figuras emblemáticas de la historia de la villa.
Ciertamente, no contiene una nómina de figuras archiconocidas a nivel gallego, excepto las hermanas Touza, célebres por su ayuda a los refugiados de la Segunda Guerra Mundial. Pero su riqueza narrativa está en la invención popular, en lo ingenioso de sus alusiones irónicas.
Un visitante curioso advertirá lápidas con emblemas del Barcelona o el Real Madrid, o sencillamente alguna sepultura con las señas mortuorias de alguien que aún vive, y que constituye un jocoso ejercicio de anticipación.
No obstante, unas de las tumbas más conocidas lo es por su epitafio de tan solo una línea, el de Constantino López, y que constituye una burla a los malestares terrenales, afincándose en la muerte como una añorada zona de confort.
Y es que el ingenio humano se rebela contra la muerte, porque la imaginación es la única rebelión posible contra la imposición de lo inevitable. Quien escribe un epitafio, ejecuta un acto de fe. Su lápida se convierte, muy a menudo, en esa botella con mensaje, que un desconocido se encuentra en una playa. El emisor ha derrotado momentáneamente a la muerte; mientras que el receptor curioso interroga a la vida. Es un ganar-ganar.
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