Opinión

Los barquilleros de la Ribeira Sacra

Apenas amanecía. El mozo labriego dejaba la casa familiar y, calzando unos pesados zocos, bajaba la aguda pendiente del montisco conocido como ‘O rego do coto’, serpenteando ariscos tojales y matorrales de urces. Cruzaba el río Sil por la parte más estrecha. A veces saltando de piedra en piedra para seguir la empinada cuesta, ya en tierras de Lemos, camino de Monforte. Era el gran cruce de trenes que, desde el interior o desde la costa, unía el centro con la periferia noroeste. Madrid era el destino; el tren conocido como el correo, lento, pausado, ruidoso, con asientos de madera, alargados, duros. La figura del barquillero que, camino de la Corte, buscaba unos obligados ahorros, se presenta en piedra tallada a modo de mínimo monumento en el centro del concello de Parada de Sil. Ante él se paran los visitantes y turistas que llegan con ánimo de patear los senderos de esta mágica Ribeira Sacra. Es objeto de visitas y de fotos.


La tierra dividida en pequeñas parcelas no ofrecía otra opción. La salida de la casa era obligada para las familias que multiplicaban sus hijos imbuidos en parte por las santas doctrinas evangélicas. La Corte era una de las rutas para los jóvenes terminada la escuela primaria dada la escasez de ahorros, viviendo siempre en el límite. Años después serían sustituidos por los vendedores de helados en las fiestas destacadas de villas y ciudades del contorno. Parada de Sil, un asombroso respiro de casas a medio camino entre la montaña y la baja ribera, cuenta con una plaza y una estatua dedicada al barquillero, no porque éste fuera hábil en su confección o tuviese el monopolio de tal mercancía. Oriundos del concello llegaban a Madrid, como los segadores años ha al centro de Castilla, en tiempos de la siega, a hacer la temporada: de la primavera al otoño.


Volvían a sus aldeas al tiempo de la vendimia, de apañar las castañas, ya cercana la matanza festiva. Eran limitadas sus ganancias. Vistiendo el traje típico madrileño, los chulapos, con pantalón ajustado, chaquetilla corta con chaleco, pañuelo al cuello (safo) y gorra (parpusa), pateaban plazas, calles. Ocupaban la esquina más concurrida. Se consagraron como castizas figuras y han pasado a ser parte del folclore popular de la Villa, presentes o aludidos en famosas zarzuelas de finales del pasado siglo. Así, por ejemplo, en ‘Agua, azucarillos y aguardiente’ (1897), con letra de Miguel Ramón Carrión y música del gran Federico Chueca. La letra ha quedado fijada en la imaginación popular: Cruzamos el Prao, la plaza de Colón voceando: ¿quién los quiere tiernecitos, tostaditos de canela y de limón? No faltaban los barquilleros en las fiestas típicas de la Corte: San Isidro, La Paloma, San Cayetano, y era destacada su presencia en los espacios más concurridos: El Rastro, El Retiro, la catedral de La Almudena, el Palacio de Oriente, la Casa de Campo. Su origen se remonta a la montaña santanderina y a los valles pasiegos de esta zona. Se extendió su comercialización por Castilla, consagrándose en Madrid y llegando a ser afamados en Francia y Dinamarca.


Algunos empresarios madrileños hicieron su fortuna empleando como vendedores a los jóvenes procedentes del concello de Parada de Sil. Uno de ellos, Julián Cañas, miembro de una destacada empresa de barquilleros castizos cuyos orígenes se remontan a finales del siglo XIX, sigue al frente de la empresa fundada por sus antepasados.


Un mínimo monumento en el corazón del concello de Parada de Sil hace honor a aquellos jóvenes que rondaron las calles madrileñas como atípicos vendedores de barquillos. Su acento denotaría una lengua distinta. Asumían bajo su atuendo de chulapos una nueva identidad, apropiándose de un espacio ajeno y del híbrido proceso de asumir una nueva personalidad. Es uno de los grandes valores de nuestras gentes: el fácilmente amoldarse a los extraños estilos de culturas, gentes y lenguas.


(*) (Parada de Sil)

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