Opinión

Días y coplas

Gerardo Fernández Albor era hombre de afectos. Tenía alma de servidor de la vida y ello ha debido de serle decisorio para haber llegado con serenidad hasta los cien años. En la última conversación, de hace unas semanas, me confesaba que estaba aburrido y enfadado porque no podía hacer nada ante lo que estaba pasando en España y en el mundo. Y lo confesaba porque su reivindicación más íntima era que hay que protestar siempre. ¡Y mira que ha pasado Albor por ser sosegado y conforme!

El primer presidente de la autonomía gallega era ser que resonaba suave, un contrabajo cercano, sin ser chocante al oído, que con su timbre característico ha puesto ejemplo de existencia prolongada al imponerse el propósito de alcanzar el siglo.

La coquetería y el galanteo le obligaban a caminar en sus puestas en escena ante el público, a no dejar visitarle en los últimos días y a contestar siempre al teléfono con esa voz inconfundible como si el tiempo no pasara y siguiese siendo el presidente de aquel ejecutivo gallego de 1982 a 1987. Había sido el enviado con el mensaje "a modiño", encargo evangelizador que hoy más que nunca es merecedor de monumento a erigir como ejemplo práctico de aplomo cuando corren momentos de celeridad que transportan mucho volumen y esponjosos contenidos.

GFA, un honor haberle conocido, haber trabajado con él y hoy, con el tiempo de testigo, reconocerle que su creencia de una Europa unida lo sigue siendo en la ilusión de muchos. Nadie como tú besaba la mano a una señora, le decía "tan guapa como siempre" o achuchaba una mejilla querida. Con esas alusiones me uno a los muchos que te evocan. Seguiré leyendo a Adenauer, querido amigo y por supuesto, hablando de una de las personas con mejor andar cadencioso y elástico que siempre tenía la válvula abierta a los requiebros del saber ser y saber estar. Albor, un hombre más excepción que regla.

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