Opinión

Caligrafías

En Finlandia han decidido que la caligrafía ya no sirve para nada. A partir del próximo año no se enseñará en los colegios. Sí se enseñará a los niños a teclear en teclados y tabletas, algo que ya aprenden ellos sin que nadie les enseñe.

Como Finlandia tiene inmejorables resultados en el informe PISA, todo el mundo se ha puesto nervioso. ¿Tendrán razón? Los finlandeses siempre van por delante en esas cosas.

Por explicarlo correctamente, a lo que renuncian en Finlandia es a la escritura caligráfica, la que enlaza unas letras con otras. Los niños seguirán aprendiendo a escribir a mano pero con letras separadas, como estas que está leyendo usted.

Yo hace mucho tiempo que ya no sé escribir a mano. Aprendí a escribir a máquina a los trece años y tuve mi primer ordenador, un Sinclair, muy pronto. Lo único que he escrito a mano en los últimos treinta años es la lista de la compra y cuando llego al súper por lo general no entiendo ni una palabra de lo que pone.

A mí la decisión de los finlandeses me parece un error. Primero porque los niños pueden aprender muchas cosas a la vez; no hay que negarles ninguna. Y segundo porque aunque cueste más aprender, con letras enlazadas se escribe más rápido. Pero lo que no entiendo es lo de que no sirve para nada. Si nos ponemos así la poesía tampoco. Ni la pintura. Ni la escultura. Ni la música. En fin, allá ellos.

Hace unos años en el Museo de Ciencias de Madrid compré varios libros en la tienda del museo. Estaba haciendo cola para pagar y cuando me llegó el turno el chico que atendía el mostrador, un chaval simpático, al decirle yo que iba a querer una factura me preguntó:

– ¿Tienes prisa?

– No –le dije.

– ¿Te importa esperar y te hago una factura bonita?

Me intrigó. ¿Una factura bonita? Eso no existe, pensé. Así que dije que no me importaba y dejé pasar a los otros clientes por delante de mí. Cuando nos quedamos solos, tras cobrarme sacó una factura preimpresa, una estilográfica y dijo misteriosamente:

– Es que no tengo muchas oportunidades de lucirme con esto.

Después empezó a pedirme los datos y a rellenar los campos de la factura con una caligrafía elegantísima, como sacada del siglo dieciocho. Escribía a una velocidad de vértigo pero al mismo tiempo cada mayúscula acababa adornada por mil volutas imposibles, azules como el cielo. En unos minutos convirtió aquel impreso vacío en una maravilla visual inexplicable.

Guardé aquella factura mucho tiempo. Incluso la clavé en la pared de mi oficina y siempre que alguien la veía, se quedaba fascinado y yo tenía que contarle la historia.

Aquel día mientras el chico escribía o dibujaba, no sé, yo no pude dejar de mirarlo todo el tiempo.

– ¡Uau! –exclamé–. Es fabuloso. ¿Dónde has aprendido a escribir así, muchacho?

Me miró con una sonrisa estupenda y solo dijo:

– Mi padre era calígrafo.

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