Opinión

El olvidado "no"

Cada época vive bajo sus propias normas sociales y costumbres; y también van cambiando las relaciones entre padres e hijos de generación en generación; solo hace falta pensar en que estos últimos, otrora rebeldes sin causa alguna, con el paso del tiempo se convierten en progenitores preocupados por los desmanes de su propia prole, o por los peligros reales o potenciales que se ciernen sobre ella en esa difícil edad que empieza en la adolescencia y termina no se sabe exac- tamente cuándo, porque la salida del nido cada año se demora más y más. Quiero decir que solemos imponer a nuestros hijos órdenes o prohibiciones como antes las recibimos de nuestros padres; órdenes y prohibicio- nes que a veces son idénticas, pues hay máximas universales inmutables en esto de la educación paterna, pero otras veces cambian, pues es imposible abstraerse de la sociedad en la vivimos, que si en ocasiones normaliza lo que antes considerábamos extraño o peligroso, en otras hace surgir situaciones que exigen tomar la batuta de mando con mano férrea para evitar desmanes de los hijos en una edad demasiado temprana. En fin, nada nuevo, por otro lado, que no haya sucedido a lo largo de los saltos generacionales. Sin embargo, aun a riesgo de parecer ñoño (algo que niego rotundamente), sí creo evidente que algo distinto sucede ahora en las relaciones entre padres e hijos respecto de lo que pasaba tan solo hace unas décadas. Hoy se ha difuminado esa autoridad, intrínseca a la propia naturaleza humana, y que debe residir siempre en los padres. Y no se trata de comparar los tiempos actuales con otros lejanos en los que los hijos trataban de usted y llamaban “padre” en lugar de “papá” al (único) cabeza de familia, más por miedo reverencial que por otra cosa. Se trata solo de acordarse de lo que significaba la palabra “no” dicha por un padre o una madre a su hijo cuando éramos nosotros mismos (los de cuarenta o cincuenta años), los que la escuchábamos. Ese NO era absoluto, sin matices ni derecho de réplica. Y daba igual que estuviese fundado en una razonable lógica u obedeciese al ca- pricho o humor cambiante del padre. ¿Qué más daba eso? El “no” tajante ponía fin a la discusión, o para ser exactos impedía que comenzase discusión alguna. Y no había traumas ni ma- los tratos, ni tampoco frustraciones imposibles de superar. Y al chaval no le quedaba más que envainársela o romper la norma y arriesgarse al castigo si lo pillaban. Pero hoy ese NO es relati- vo, y a veces ni siquiera se pronuncia; hoy se estilan arduas negociaciones entre padres e hijos ante cualquier petición de éstos, por muy peregrina que sea. Hoy el capricho ya no es tal, sino una petición a debatir en un cónclave al que todos los miem- bros de la familia acuden en pie de igualdad. Puede que el único consuelo de los padres sea el preservar aún su voto de calidad en caso de empate en el concilio, pero lo cierto es que pocas veces ejercerán tal prerrogativa. Y es que el temor al desapego, al desaire malhumorado del mocoso o a su rabieta incontrolable, con los daños irreparables en la personalidad del menor que todo ello trae, los atenazan y para- lizan, y optan entonces por ceder al chantaje moral antes que pasar las noches en vela pen- sando en las secuelas psicológicas que le restarán al menor por haber pronunciado con voz demasiado firme (y tras media hora de larga conversación), el NO final. ¿O acaso estoy exagerando?

No les hablo ya de la adicción de los menores por poseer lo último en tecnología punta. Hoy el chaval de 11 años que no maneja un móvil megahiperinteligente (igual de inteligente que el que se lo compra) es un bicho raro en riesgo de exclusión social. Aunque puede que los raros sean los que, sin razón alguna, se han olvidado del uso y significado del pedagógico adverbio NO. 

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