TRIBUNA

La gran joya oculta del barroco gallego

Imagen del templo de Santa María la Real de Entrimo.
photo_camera Imagen del templo de Santa María la Real de Entrimo.

El célebre polímata y cofundador de la Real Academia Galega, Manuel Amor Meilán, en un simulado diálogo con Gelmírez, llega a decirle al ínclito prelado santiagués: “Ilustrísimo señor: La Iglesia de Entrimo mereció en otros tiempos ser una niña mimada de cardenales, obispos y escritores. Ahora está triste, llora, siente morriña de aquellos amores; por Dios, hacedle algún mimo, hacedle alguna caricia”.

Es obvio que estas palabras beben de la ilusión de los poetas, pero más allá de la exageración, sobra decir que aunque no desnortaba el narrador al ponderar esta presea de la arquitectura gallega, lo cierto es que el único escritor notable que la ha mimado ha sido él; el único cardenal que la ha amado ha resultado el único que hemos tenido, don Pedro de Quevedo; y en el caso de los obispos, sorprendidos al contemplarla en la visita pastoral, el, hasta hace no tanto, tortuoso del viaje, les hacía olvidarse de las caricias que tenían preparadas para ella.

 

La primera mención de Entrimo la hace la popularmente canonizada Ilduara, madre de san Rosendo, en el 913

Pero es verdad que, a pesar de su inmerecido olvido, la iglesia de Entrimo es una de las muestras más singulares del barroco de Galicia. Dicho esto, es curioso constatar que este templo no siempre fue real y no siempre estuvo dedicado, como hoy, a Santa María. La primera mención escrita de Entrimo o Interimi, de inter amnes o entre ríos, se halla en la famosa donación que la popularmente canonizada Ilduara, madre de San Rosendo, hace en el 938, al monasterio de Celanova, fundado por su hijo. Dice que le deja allí una “parata cum apibus suis”, es decir, una parada con sus abejas o lo que es lo mismo, una especie de terreno con colmenas. Pero es en la concordia firmada por el abad Pelayo III de Celanova y el obispo Martín de Ourense, ante Fernando VII el Emperador y Raimundo de Sauvetat, arzobispo de Toledo, delegado por el papa para arbitrar en esta disputa monástico-episcopal, en el año 1149, cuando constatamos, por primera vez, el titular de la antigua iglesia entrimeña: San Salvador.

Tras la guerra civil castellana del siglo XIV, según nos cuenta el ilustrado abad de Covelas, don Pedro González de Ulloa, en su célebre Descripción de los Estados de la Casa de Monterrey, las tierras de Entrimo fueron donadas por Enrique II de Castilla, a Juan Rodríguez de Biedma, antiguo copero mayor de Pedro el Cruel. Caído en desgracia, el señor de Biedma pasa a apoyar al triunfante hermano bastardo del monarca castellano, que, sucesivamente, le irá otorgando las tierras que llegarían a conformar el condado de Monterrey.

Es difícil concretar cómo y cuándo, los Biedma salen de la escena entrimeña, pero entre finales del siglo XV y principios del XVI, en la documentación procesal de la cancillería de Valladolid, aparece un pleito entre el conde de Rivadavia, que tenía derechos sobre carneros, tocinos y otros bienes, en la demarcación, y el concejo, justicia y regimiento de Entrimo, tras el cual el territorio pasa a depender del rey. Debido a las guerras fronterizas del siglo XVIII, según nos cuenta Benito Fernández Alonso, entrimeño, de Asperelo, primer cronista oficial de la ciudad de Ourense, los portugueses incendian el archivo parroquial, lo cual dificulta la documentación.

 

SIMANCAS

Por un seguro conservado en el Archivo de Simancas, en favor de su abad, denominación que en Galicia iba aparejada a la titularidad de ciertas parroquias, sin tener por qué estar relacionada con orígenes monásticos, como llegó a afirmarse en este caso, consta que, al menos, ya en 1492, la antigua iglesia de San Salvador estaba dedicada a Santa María y tenía canónigos. En virtud de ello, a partir del fallo definitivo del pleito, en 1502, podemos hablar, ya, de Santa María la Real, pese a no ser esa, todavía, la espléndida iglesia del XVIII, que tenemos hoy, como parece indicar, aunque solo sea, la Asunción que preside el actual retablo mayor, de Alonso Martínez de Montánchez, escultor de Chaves, que pudiera estar vinculada a un pago de 1611, y alguna tabla suelta, conservada, todavía, en la casa rectoral, aparte del trabajo acreditado de otros artistas del siglo XVI. A pesar de que las obras del actual templo continuaron todo el siglo XVIII y de que en el libro de fábrica conste el comienzo de estas en 1708, el escudo con águila bicéfala de su fachada parece avalar, al menos, un recuerdo a Felipe III y a Felipe IV, que habían eximido a la jurisdicción de cargas militares, considerando su constante alerta fronteriza. No podemos entrar en la que sería una interminable descripción de esta exuberante iglesia, con apariencia de colegiata, en palabras de González de Ulloa. Hay que verla. Baste decir que de sus tres graníticas fachadas-retablo, debidas al monje celanovés fray Plácido Iglesias, la norte y, probablemente, a Francisco de Castro Canseco, las otras dos, según supone el investigador Leopoldo González Gasalla, destaca la fachada occidental, cuyos 11 pares de columnas, la mayoría salomónicas, entre esculturas, bolas, sogueados y relieves, no tienen paralelo en la arquitectura barroca peninsular e incluso en la no barroca. Tenemos que llegar a la Portada de Gloria de la Sagrada Familia de Barcelona, para encontrar semejante profusión de columnas, en un mismo plano. La iglesia, con su planta de cruz latina y sus tres naves, de 45x 20 m, con su cúpula, su linterna y su torre de 25 metros de altura; con su atrio-viacrucis del siglo XIX, acertadamente desembarazado de sepulturas en 1918, y con sus dos cipreses y su tejo, centenarios, forma un todo con la rectoral, “pequeño palacio” del siglo XVIII, en palabras de González Ulloa, donde el cardenal Quevedo, todavía obispo, pasó la Semana Santa del año de la Constitución de Cádiz, 1812, empeñado en la titánica defensa de sus convicciones absolutistas. De los seis retablos de entre el barroco tardío y el rococó y los púlpitos del XVIII que alberga el templo, debemos mencionar, por su significado, el que probablemente sea el más reciente, el del Ecce Homo, pagado por el cardenal, que murió en olor de santidad.

El abad de esta importante feligresía era nombrado, alternativamente, por el monasterio de Celanova, el obispo de Ourense y la Cámara de Castilla y tenía una renta de nada menos de 4.000 ducados que, en el siglo XVIII, venía a ser cuatro veces la de otras iglesias no menores.

Quizás, pese a algunas intervenciones no muy acertadas y a que siempre queden cosas por mejorar, las restauraciones de los últimos años hacen que, probablemente, desde su mocedad, este conjunto no haya tenido un estado de conservación tan bueno como el actual. A pesar de ello, dejados los tiempos de abades, canónigos y parroquias anejas, contrasta la riqueza de este devoto lugar, levantado por la solicitud del párroco y la fe del pueblo, con la pobreza espiritual de nuestro tiempo, a la vista de que lo único que falta en esta pletórica galaxia de objetos divinos es lo que, a través de los siglos, ha hecho recurrentemente presente al Sol que la sustenta y que le prodigaba, aunque más discretamente de lo que requería Meilán, las caricias del principio de estas letras: un cura.

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