¡ETERNIDAD, INSONDABLE ETERNIDAD DEL DOLOR!

Al cruzar Ourense a la otra parte del río, un día de sol, y embocar el ancho Puente Romano a esa hora matinal en que las ciudades se aprovisionan y la gente acude a sus menesteres, es una placentera impresión que difícilmente olvidará el caminante.
Reconocemos el fluir del tiempo y de la vida, esa 'sensación de la corriente perdurable e inexorable de las cosas' que tan sutil e intensamente describió Azorín en su libro 'Castilla'. Cierto que, desde antiguo, la vida se presenta como lucha: vita militia est. Pero esa lucha, imposición insoslayable de la realidad, ¿es el objetivo, es el término del esfuerzo humano, o bien debemos colocar fuera de ella y más allá de ella el ideal supremo de nuestras aspiraciones?

La sociedad moderna se ha entregado acaso con ceguedad impulsiva a ese vértigo que la arrastra sin saber a dónde: el trabajo por el trabajo y no por la satisfación, la actividad por la actividad y no por la mejora. Maravillosas son en un aspecto las conquistas de la civilización, formidables los progresos realizados durante siglos, estupendas las transformaciones operadas a vista de nuestros ojos. Mas no hay inteligencia verdaderamente elevada ni espíritu escogido que no se pregunte con ansiedad y vacilación si el resultado corresponde al esfuerzo y si el balance final es, en suma, favorable o adverso a nuestra especie.

Mencionaba el libro de Azorín. De este libro forma parte una joya titulada 'Una ciudad y un balcón'. Nos habla de una casa vetusta, en una plaza solitaria, con un balcón en el cual se renueva cada época, el espectador es siempre diferente; el tiempo va cambiando incesante; la ciencia, el progreso, la política han operado en cada etapa transformaciones estupendas. Pero el dolor, la tristeza del contemplativo que, sucesivamente, viene a ocupar aquel puesto hereditario, son siempre los mismos. '¡Eternidad, insondable eternidad del dolor!', exclama. Si duda por eso y bajo la influencia del sol de aquella mañana, pensé que acaso los trabajadores abstraídos y el hombre que medio dormitaba debajo del porche de aquella balconada, tengan una punta de razón.

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