A DANIEL IGLESIAS PÉREZ, IN MEMORIAM

Publicado: 20 abr 2016 - 13:17

Seguro que hacía tiempo que Daniel habrá olvidado andenes y estaciones, vías, trenes y viejes. Jubilado de aquellos menesteres por ley de calendario, él, que había sido operario de la Renfe en la Estación de Ourense, pudo entonces saborear de lleno la vida de su pueblo, su Rivela natal y familiar que tanto amaba. Pudo así descansar de sus fatigas, distraer atardeceres, liar enredos en la huerta o en la viña y ganar alegre la partida en el bar a sus amigos.

Hoy, pasados tantos años, sabemos que era esquivo a apartarse de su casa y evitaba, sobre todo, iniciar nuevos viajes. Por eso nos sorpendió su marcha. No esperábamos verlo, en este malhadado mes de abril, cambiando agujas al viaje de la vida en la última estación anterior al Paraíso.

Ayer, allí le vimos, sin excusa y sin remedio. En una maleta intangible de esperanza y pura luz llevaba su equipaje. Llevaba en ella aquella sencilla honradez en todo lo que hacía y la fidelidad a la palabra y a todo lo que amaba. Era el sucinto compendio de su vida, su escudo de nobleza y las marcas de su estilo. Ellas serán un día, tras la noche larga, cuando Dios le resucite de nuevo su sonrisa, las mejores credenciales de su alma.

Cuando hombres como Daniel se van, se nos van con él muchos referentes de conducta y muchas palabras cabales; aumentan los silencios en su pueblo, y lo notan, incluso, las piedras del camino y las paredes de su casa.

Era abril y domingo, y se nos fue así: humilde y sencillo, como siempre.

Salí del Campo Santo cabizbajo, con su imagen fundida en una lágrima. En Rivela languidecía la tarde. Bajando a Vilanova, miré al río Miño y me paré un instante: ¡poética ironía de la mente! No era el mismo río de otras tardes. A mí se me antojó que era un tren largo, muy largo, blanco y brillante, que allá en lontananza llevaba dirección al cielo, con su cara reflejada sobre el agua.

Era domingo, abril y diez... Sentí frío en el alma, pero evoqué del sacerdote aquellas últimas palabras delante de todos sus amigos y vecinos y de su mortuoria caja: "Cristo venció sobre la muerte. No es éste el final ni una derrota"; al otra lado del misterio, "la vida sigue, eternamente feliz y transformada".

Miré al cielo, subí al coche y otra vez reconfortado, en silencio, volví a casa.

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