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Son las nueve de la noche en una calle sin salida del barrio de A Carballeira. Solo hay luz en la única mezquita de la ciudad, que ya se queda pequeña para una comunidad que no deja de crecer. Hay más de 2.000 musulmanes en la provincia. En la ventana se ve a tres hombres tomando un vaso de leche en una sala vacía. Invita a pasar el presidente de la comunidad islámica. Está acompañado de un imán -llegado de Marruecos exclusivamente para el Ramadán- y de otro compañero. Avisan de que hasta cerca de las once de la noche no habrá demasiado movimiento. “Se acabó el tiempo de ayuno, la gente aprovecha para comer antes del rezo”, dice el presidente. Se equivoca. En pocos minutos llegan Abdel, Taoufiq, Ahmed, Salah, Bassam, Mahmood y cuatro amigos que se llaman Mohamed. Más tarde bromean que es como llamarse José en España. Tras un rezo muy corto, Abdel, con un ligero acento gallego -“levo vinte e pouco anos aquí”,- invita a los reporteros al iftar, la comida de la noche que los musulmanes realizan con la caída del sol. Abdel vive cerca y tiene invitados: dos de última hora.
En casa de Abdel nos recibe el pequeño Amán, uno de sus hijos. Los amigos van descalzándose antes de entrar en el salón, donde ya está dispuesto el iftar. Tras alguna broma al pequeño, se sientan alrededor del banquete. No cabe un plato más en la mesa. “Me toca invitar a los amigos. Es el tiempo de perdón. Esto es el islam verdadero, estar unidos y ayudar a los demás”, cuenta Abdel mientras acomoda más sillas y sirve el té. Hay harira, una sopa típica marroquí; chebakia, un dulce tradicional; batbot, un pan árabe; baghir, una especie de crepes y un pollo dorado que sigue una receta de Marruecos. “Cada vez tenemos más fácil encontrar nuestros productos aquí”, dicen.
A la mesa se sientan dos nacionalidades -son todos marroquíes excepto Bassam y Mahmood, sirios-. Abdul llegó solo y después trajo a su mujer y a sus hermanos. “Mi hijo ya es galego, de origen marroquí pero galego”, dice mientras acaricia al niño. Ahmed, sin embargo, lleva un año y medio en la ciudad. Busca curro. “El problema es que si no trabajas, no hay papeles y si no hay papeles, no hay trabajo”.
Salah es el más joven. También el que maneja mejor el idioma. Llegó de Marruecos a España a los 16 e ingresó en un centro para menores no acompañados. “Al estar en el centro me pusieron muy fácil el tema de los papeles. Ahora estoy trabajando, soy camarero. La Semana Santa ha sido algo dura, pero estoy muy contento”. Apunta que hoy es el cumpleaños de Mohamed, que, con sinceridad, añade: “Yo sí tengo trabajo, pero no papeles”. Los demás se ríen.
La mayoría se cohíbe al hablar de prejuicios. Solo Abdel admite que en sus 20 años en Ourense “dos o tres veces sentí eso, pero si tú eres bueno y no andas con tonterías, te respetan”. El tono cambia al hablar de integración. Ahí sí se sienten bien. “Nos gusta la vida aquí. Esta es una ciudad tranquila. Muchos tenemos trabajo y a nuestras familias, criamos a nuestros hijos en Ourense”. Al apagar la grabadora, uno de los Mohamed se atreve con el gallego. Lleva 10 años en la ciudad y es conductor de camiones. “Estoy solo, pero hay que arreglarse con compañeros y amigos. Hay que salir adelante”, dice. “Lo más duro es dejar a la mamá sola”, confiesa Salah, que inmediatamente después de pronunciar la frase se somete a una pequeña burla del resto.
Faltan 20 minutos para el tarawikh, la oración de la noche. Los amigos apuran el harira. “Ahora vamos al Wences (un bar de A Carballeira) a tomar el café antes del rezo”, se despiden.
A escasos minutos de las 22,40 horas comienza a llenarse la mezquita. Cerca de 50 musulmanes llegan al rezo. Casi todos, hombres. Entra un grupo de mujeres -marroquíes y paquistaníes-, pero su oración es en una sala aparte. “En la mujer es todo prejuicios. Aunque yo no sentí nunca ni machismo ni rechazo. Sentimos respeto”, cuenta Laila, que educa a tres niñas de 16, 14 y 12 años en Ourense. Dos jóvenes leen el Corán antes de que el imán, al que no le ha dado tiempo a hacer la digestión, entre por la puerta.
Los rezos se escuchan desde la calle. La ventana en la que antes se podía espiar a tres hombres bebiendo leche es la misma en la que, horas después, se cuentan por decenas los hombres que se arrodillan orientados a La Meca desde un barrio, A Carballeira, en el que la integración y la hospitalidad abren puertas.
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