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Dos niñas presumidas enfilan el camino de tierra que lleva a Santo Antoíño. Hay verbena y visten el único traje del armario. El vestido que les compró su madre hace dos años, con los cuartos que dieron la casa de comidas y los trabajos de carpintero del padre. Han pasado ochenta años. Las niñas vuelven a Santo Antoíño. No olvidan aquel “vestidiño” que valía para todas las fiestas (no quedaba otra). La miseria las puso a trabajar muy jóvenes. Y, como a tantas, nunca se les reconoció. Soledad, de 93 años, y Maruja, de 95, regresan a la aldea de al lado, la que visitaban solo para bailar y que, sin embargo, esconde entre la vegetación el monstruo que dio de comer a cientos de familias de Baltar. También a la suya. Es la mina de wolframio de Gomariz.
Maruja, la mayor, se va directa al cartel. “Na mina de wolframio de Gomariz traballou case a totalidade deste pobo e ata uns 300 habitantes de todo o concello”, lee. Su hermana, Soledad, pregunta al fotógrafo qué hay más arriba. A ella le cuesta subir. Estas vecinas de Baltar, las más mayores del pueblo, jamás pisaron la mina para la que trabajaron con 13 y 15 años, respectivamente. Ochenta años después de aquello, cuentan su historia sentadas en un muro de piedra, uno de los escasos vestigios de la mina explotada por los alemanes para extraer wolframio -wolfram le llaman ellas-, el conocido como “oro negro”, que endurecía el acero con el que se fabricaban los proyectiles. Y que en tiempos de hambre, generó una fiebre económica en la población del rural ourensano, que -literalmente- se echó a las minas.
“Dicían que era para armamentos e cousas desas. Nós quedabamos no río, alí é onde lavabamolo mineral. Había moitas mulleres, viñan de toda a contorna. Aquilo deu moito diñeiriño”, cuenta Soledad. “Chegabamos cansas, estabamos alí axeonlladas todo o día. Oito, nove horas… Non sei canto botabamos”, añade.
“Era negro, negro… Unhas pedriñas moi pequenas. Tiñas que lavar a terra e nuns caixóns de madeira íamos dándolle coa paleta ou co que fora á terra, ata que quedaba o mineral á luz. Eran pedriñas moi menudas, moi menudas… Recollíalo e volta a empezar. Sacábase moi pouquiño de cada vez!”, cuenta Maruja, la mayor.
Las bajas temperaturas todavía dificultaban más el trabajo de las mujeres, lavando en el río durante horas para extraer una pieza diminuta. “Pasábase un frío… Aquilo era todo o ano. Non se escollía un día bo e outro ruín, íanse todos”.
A Soledad y a Maruja no les cuesta ubicar el regato en el que hallaban el oro negro, a pesar del tiempo. Es la zona de O Castro. Pero nunca volvieron por allí. “Cando se acabou a mina despedíronnos e quedamos sen nada. A moita xente asegurárona antes e cobraron. Nós non vimos un peso”, lamenta la mayor. “Eu estiven cinco anos traballando no río. Tampouco me aseguraron. Marchámonos e ala, acabouse”, se apena Soledad.
Les arrebataron su trabajo, pero no su historia. “Somos as máis vellas do pobo, é unha sorte que podemos contalo”, sonríen. Aquellas niñas arrodilladas en el río se sujetan ahora la una a la otra, erguidas e impolutas para enmarcar este relato, que es el de sus vidas. Al fondo, los vestigios de la mina que no habían visto nunca. Hasta ahora. Entre las ruinas de este paisaje, ya solo quedan ellas. Presumidas, como cuando iban a la verbena. “Saímos guapas?”.
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