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OBITUARIO
El pintor Alexandro apareció ayer muerto en su casa de Muxía con una nota de despedida para sus personas más cercanas, dejando el universo artístico gallego un poco más huérfano de grandes referentes artísticos.
Se ha ido Alexandro. El artista que nunca necesitó más nombre ni apellidos para ser quien era, para transitar por las calles de esta ciudad y recibir afecto y admiración de los ourensanos.
La calle de los Vinos, esa que en los últimos tiempos decía no reconocer ya, era una de sus favoritas. Durante años era fácil encontrarlo en ella, bien jugándose las rondas al chinchimoni, sin perder de vista a O Tucho para que no perdiera ninguna partida y tuviera que pagar, o bien conversando lleno de entusiasmo con taberneros y amigos.
Contaba que había llegado a Ourense tras haber transitado por Madrid, Berlín y París, con algo más de 30 años para pintar los murales de la cárcel con dos artistas que formaron, hasta el final, parte de su círculo más íntimo de amistades: Quessada y Vidal Souto.
Y aquí se quedó, hasta que la costa de Muxía le reclamó. Y allí se fue. Y allí llegó su último día. “Necesito Muxía para trabajar, puedo tener un estudio grande y estar concentrado para seguir pintando”, decía. Porque en los grandes formatos, aunque también hacía dibujos y obra pequeña, es donde se encontraba más cómodo, “el desahogo, esa maravilla de componer, de ver un espacio en blanco enorme, a un pintor no puedes quitárselo”, afirmaba con pasión. Aunque sabía que el tamaño de esos lienzos complicaba su venta.
Alexandro fue construyendo su propio universo, pincelada a pincelada, creando unas obras únicas y reconocibles
Crear, trabajar mezclando colores y jugar con distintas materias era, básicamente, su razón para vivir. Y así fue construyendo su propio universo, pincelada a pincelada, y por eso sus obras son tan reconocibles. Ahí están sus figuras, esas que nunca vestía, en las que nada indicaba si eran hombres o mujeres, y que él definía como “personajes que simbolizan muchas cosas, pero que realmente no son nadie”.
Y también sus paraguas y sus perros, que insistía no eran “un recurso técnico para llenar un espacio”. Aunque en su pequeña buhardilla de la calle de La Paz, donde convivía con sus cuadros (en un espacio su cama, en el otro, más grande, se mezclaban pinceles, botes de pintura, lienzos, bocetos y obras a medio terminar), su fiel compañero no era un perro, sino un gato negro, Benito. Era como él, independiente, libre, y se iba por los tejados para volver días después, sin dar más explicaciones.
La figura de Alexandro era inconfundible. Sus largos y oscuros abrigos, sus sombreros, sus gorras con pompón eran también parte de su personalidad. Porque hizo suyos, sobre todo, los colores negro y azul, predominantes en su obra, y aunque experimentase con otros no pintaban su universo. “Cuando uso otros colores, como el amarillo, no estoy igual de cómodo”.
Era un artista solidario y generoso, lo saben bien las asociaciones y las personas que llamaron a su puerta tantas veces para pedir una obra que subastar y con la que poder recaudar fondos.
Alexandro también era un pintor comprometido. Desde ese universo personal que creó con sus obras denunció el desastre del Prestige o los incendios que asolan esta tierra, por poner sólo dos ejemplos. Exposiciones que mostró en esta su ciudad. Fueron muchas aquí, la última en 2022, en el Centro Cultural Marcos Valcárcel, “A senda proscrita”, un proyecto de acuarelas inspiradas en la obra literaria de Alberto Cacharrón. En 2016 llevó hasta el museo de San Martín Pinario, en Santiago de Compostela, una novedosa propuesta titulada “Crucifixións”, proyecto en el que trabajó, compaginádolo con otra de sus grandes muestras: la exposición creada para el Centro Cultural Valente, a la que no quiso poner título.
Parte de sus obras forman parte del fondo del Parlamento de Galicia, cuyo presidente, Miguel Santalices, cerró ayer la sesión plenaria con unas palabras de homenaje al artista. Su obra también viajó fuera de Galicia a lugares como Madrid o Nueva York. Además, sus dibujos ilustraron durante años los artículos de Jaime Noguerol en la contraportada de este periódico, recogidos posteriormente en un libro.
Alexandro fue un hombre que luchó siempre por mantenerse fiel a sí mismo, aunque eso le costara algunos trabajos. No dudaba en señalar lo que consideraba injusto y en alzar la voz cuando, con tristeza, afirmaba que la cultura estaba siendo destruida. “O tragas o no expones”, declaró hace años. Y él no quería tragar.
Su tono de voz, alto, y sus gestos podían llamar a engaño. En realidad, era un hombre con cierta timidez, que intentaba disimular, sensible, cariñoso, con un gran sentido de la amistad, que se enfrentaba a un complejo mundo que, a veces, parecía querer ignorarlo.
El talento de Alexandro no ha sido suficientemente reconocido, no al menos como su obra se merece, y él lo sabía, aunque no se lamentaba en exceso. Tenía claras sus prioridades. Eligió ante todo su propia libertad creativa y no cesó en buscar la fuerza necesaria para trabajar incesantemente, aun en tiempos en los que, la enfermedad, se lo puso difícil. “Me faltan las fuerzas, me canso”, decía.
Probablemente nunca dejó de ser un niño grande y soñador. Alexandro, siempre serás mi genio y esa persona apasionada por el arte que contagiaba las ganas de querer crear otro mundo.
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