Adolfo Domínguez: La Redención

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Publicado: 19 jul 2025 - 02:10

Opinión en La Región
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En la vida me insultaron excesivas veces. Me insultaron en el colegio por llevar unas gafas de tamaño desproporcionado a mi cabeza. Me llamaron escuálido por ser demasiado delgado. Me insultaron en algún trabajo por ser más joven que el resto. Una vez hasta me insultaron en mitad del sexo. Aunque no tengo muy claro si aquello fue un acto espontáneo de verborrea erótica.

Me llamaron amorfo, pitoño, chosco y a menudo se metieron con mi manera atropellada de hablar. Con la de caminar también.

Tatexo, tartamudo. El vocabulario del insulto es rico en número y diversidad.

Me insultaron mis amigos, o los que eran mis amigos y hoy ya no lo son. Quizás debería decírselo algún día. Es probable que no se hayan dado cuenta.

A menudo insistían en mi falta de belleza física y cuestionaban cada uno de mis razonamientos. Ellos, que se consideran de intelecto superior, hablaban de la industria musical descartando todas mis opiniones, aún siendo trabajador del sector. Pero claro, que iba a saber yo. El rapaz feo, ignorante y, como dijeron en una ocasión, auténtico baldragas.

Un buen día en la bandeja de entrada de Instagram un mensaje decía: “Hola Isaac, soy Elena y me gustaría contar contigo para una campaña fotográfica de Adolfo Domínguez”. Acepté sin pensarlo. En la vida, hay que decir que sí y dejar que las cosas sucedan.

El complejo al que me sometieron duró unos treinta y tantos años. Duró varios encuentros amorosos de esos que se terminan cuando deja de ser de noche. Duró una relación entera hasta que se terminó. Duró todos los veranos en que enseñar mi cuerpo en la piscina era suplicio de tortura medieval.

Un buen día en la bandeja de entrada de Instagram un mensaje decía: “Hola Isaac, soy Elena y me gustaría contar contigo para una campaña fotográfica de Adolfo Domínguez”. Acepté sin pensarlo. En la vida, hay que decir que sí y dejar que las cosas sucedan.

Nunca es demasiado tarde para aprender, como siempre me dices.

Y me presenté allí. Tatexo, pitoño y escuálido. Con mis gafas de Castelao y las All Star desgastadas de arrastrar los pies. Me vistieron. Me desvistieron. Me peinaron a pesar de tener poco pelo. Me maquillaron, aunque los demás afirmasen que lo mío no tenía remedio. Algunas caras conocidas. Pocos juicios de valor. Ningún sometimiento moral. Nos pasamos la tarde en un gimnasio abandonado, con la sensación de estar haciendo algo para lo que nos habían convencido no seríamos nunca elegidos.

El día que salieron publicadas la fotos volvieron algunos insultos. Esta vez anónimos, de esos escondidos detrás de sobrenombres absurdos, insultos que solo duelen un poquito. Como el picor de la mejilla que se calma si le pasas un dedo por encima. El dolor a veces es solo eso, se puede deshacer con un gesto.

Y no me importaron más los insultos, todos los insultos con los que condicionaron una parte de mi vida. Ya soy feliz, siendo así, tatexo, pitoño, escuálido y un poco amorfo.

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