Francisco Lorenzo Amil
TRIBUNA
Lotería y Navidad... como antaño
Hubo un tiempo en que algunos gallegos, ni pocos ni muchos, imaginaron una autonomía para Galicia en pie de igualdad con Cataluña o Euskadi. No me refiero a la Galeuzca republicana, ni tan siquiera al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando el lehendakari José Antonio Agirre tenía en Castelao y sectores del exilio gallego -no a los piñeiristas del interior- como oportunos aliados de sus propios intereses. Pienso, claro, en el alborear del Estatuto de Autonomía, el de 1981, capaz de reunir en el juego institucional a todos los actores de la escena política, salvo los autoexcluidos soberanistas de entonces y aquellos otros, marginales, de la contracultura o los lindantes con la violencia de tintes políticos.
La consolidación de la autonomía, la alternancia en el ejercicio del poder de la Xunta y la presencia en la vida cotidiana de una administración propia y cercana, ha tenido un doble efecto. El primero, normalizar una institución política de la que, en Galicia, buena parte de la población descreía en el momento de su nacimiento y, segundo, encapsularla en su función administrativa, tan imprescindible como insuficiente, que tiende a confundirla con una inflada diputación provincial.
La quita de deuda o el acogimiento de menores inmigrantes, por citar solo los dos últimos asuntos de la confrontación en el escenario español, ha borrado la perspectiva de lo que interesa al país.
Esta percepción no la tuvimos los gallegos en diversas fases de las presidencias de Manuel Fraga y, si me apuran, tampoco en las de Laxe o Touriño. Con acierto diverso, palpitaba en aquellos gobiernos una genuina ilusión política de país. Los tiempos de Núñez Feijóo y ahora los de Rueda, han apagado el motor político que singularizaba nuestra autonomía. En esa indiferenciación, que supone la entrega o la renuncia a nuestros títulos histórico-políticos privativos, se cuela la moneda de vellón de los intereses partidistas en el marco de la política española. Terreno de juego donde Galicia debe estar presente, pero con guion propio.
La quita de deuda o el acogimiento de menores inmigrantes, por citar solo los dos últimos asuntos de la confrontación en el escenario español, ha borrado la perspectiva de lo que interesa al país. Esta renuncia a la mirada y voz propias, desalienta al ciudadano, lo aleja de la política de su comunidad y acentúa la percepción de que la autonomía redirige sus utilidades a actuar como un omnipresente negociado donde sellar y empujar papeles. Nada que ver con la política “autónoma” de vascos y catalanes, centrada en sus propias agendas de intereses y acuerdos.
Es posible que la clase política de Galicia carezca de folgos para ser algo más que el eco de las consignas emanadas desde Madrid. Ello sería la constatación, deseada por tantos, de que para este papel subalterno bastaba con lo dicho: poco más que una diputación provincial.
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