Julián Pardinas Sanz
Ha llegado el momento
¡ES UN ANUNCIO!
En el pupitre encontré una nota. “Le gustas a Miriam”.
A esas alturas de la vida ya era demasiado mayor como para haber perdido mi camino, y reconocer una letra demasiado infantil en el papel delató la probabilidad de que algo extraño estaba pasando.
En séptimo curso las cosas no suceden así.
Con espontaneidad ingenua de sensatez ausente.
Si aquello era verdad no tenía ni la más remota idea de cómo actuar. Si aquello era mentira no tenía ni la más remota idea de qué hacer. De si debía hacer algo.
Decidí, en mi razonamiento de ignorante principiante en el amorío, descartar ningún tipo de acción que supusiese alterar la rutina insoportable de las clases.
A veces miraba a Miriam, que se sentaba tres pupitres tras de mí. Y nada. Su manera casi religiosa de comportarse no parecía estar perturbada en ningún momento. Si yo le gustaba a Miriam había algo indescifrable en su método.
Apenas nos rozábamos si nos tocaba en el mismo equipo de voleibol y no coincidíamos en ninguna de las extraescolares. Me acomodé en su manera de mirar al suelo al caminar.
Igual que tú te acomodaste en mí.
A los pocos días otra nota anónima en el pupitre. “Le gustas a Miriam”.
Y Miriam al fondo, en la tercera mesa a mi espalda. Impasible. Ajena, supongo. Siendo ella.
La mañana siguiente entramos al colegio agarrados de la mano y nos sentamos uno al lado del otro en la primera clase de historia
Fue al volver de un recreo que encontré una nueva nota. “Tenemos que hablar. A la salida te espero en la puerta de los baños. Contesta. Soy Miriam” y dos casillas cuadradas. En una SÍ en la otra NO. Pensé en dejarlo así, hay situaciones donde no decidir también es una decisión. Marqué el SÍ y esperé a que se fueran todos para acudir a la cita. Por el camino pensé en lo torpe del encuentro teniendo en cuenta que yo nunca había besado a nadie. Bueno, a mi bisabuela que siempre me rascaba con el bigote. Y el miedo me siguió durante todo el camino. Miriam estaba allí, de pie con la falda azul marino y la chaqueta de punto blanco a juego con los pantis. “Este es el momento en que me voy a hacer mayor, y no sé si quiero”, pensé.
Me miró y no dijo nada, movió la cabeza de lado en una invitación a entrar en el baño de los chicos. El tembleque de mis piernas la siguió.
Abrió uno de los baños individuales, entramos y me cogió de los hombros y me giró por completo hasta ponerme de frente a la puerta cerrada. Allí, escrita con caligrafía irregular pude leer una lista: los más feos del colegio. Y como ganadores absolutos de cada categoría mi nombre y el suyo como una victoria absurda.
Miriam me dio una nota que ponía “Le gustas a Isaac” y dijo “A mí también”.
Un juego macabro.
La mañana siguiente entramos al colegio agarrados de la mano y nos sentamos uno al lado del otro en la primera clase de historia.
Al poco alguien borró la lista y dejamos de ser para siempre los más feos del colegio.
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