Ramón Pastrana
LA PUNTILLA
Ositos
MUJERES
No hay quien pueda con la naturaleza. A veces parece que sí, que se la puede dominar durante un tiempo, pero en cuanto por las circunstancias que sean ese dominio se relaja, la naturaleza vuelve por sus fueros y recupera lo usurpado. De ahí la importancia de las labores que el hombre hace en todos los aspectos contra esa fuerza demoledora, y concretamente la que realiza en el campo. Sin olvidar el trabajo que, sin ellos saberlo, y para nuestro bien, hacen los animales domésticos y salvajes por valles y montañas. Si no fuera por ello, el mundo sería una selva auténtica. Y ya lo es bastante. La prueba está en las lluvias que desbordan los ríos, anegan las tierras, ahogan los sembrados, y arruinan las casas.
Generalmente, gracias a las alarmas no hay más gravedad que los árboles arrancados de cuajo, que se ven caídos e inútiles ya para la vida, su vida, que también lo es nuestra.
Alguna vez he tenido ocasión de ver in situ alguna una de estas catástrofes, concretamente el desborde de uno extraordinariamente caudaloso, y no hay reportaje, ni fotografía que igualen la realidad. Nos dan una idea, pero nada más. Las tierras de labranza semejan lagos que surgen de un fondo insospechado. Pero no, no hay misterio. Son las venas de la tierra que se abren, y muestran el poderío que nadie puede detener. Pensemos en los huracanes. Hay zonas en las que cada dos por tres, las sirenas atronan los oídos para que la gente se refugie en los sótanos de las casas. Generalmente, gracias a las alarmas no hay más gravedad que los árboles arrancados de cuajo, que se ven caídos e inútiles ya para la vida, su vida, que también lo es nuestra.
Recuerdo como en Santiago de Compostela, los días que llovía con fuerza inusitada, en Santiago, al menos antes la lluvia era mansa, con una duración de meses durante los cuales no se podía ver un trozo de cielo azul, y había pequeñas-grandes inundaciones en las propias calles. Inundaciones de verdad. Los vecinos ya preparados para aquellas eventualidades abrían los portales para que el agua se deslizara por las trampillas de los sótanos, y otros ponían unas tablas en las entradas de viviendas y comercios, para evitar los efectos del agua acumulada y que no pasara al interior. Los arroyos imparables del chaparrón bajaban acelerados, y a su paso arrastraban toda la tierra de los montes cercanos, que a su vez cegaban los sumideros urbanos, muy pocos, de modo que el agua se estancaba al no tener más salida. Hoy todo a mejorado y ya no es así. Congratulémonos.
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