Opinión

El disparate del certificado covid

Es inmoral que las mismas autoridades incapaces de garantizar el servicio asistencial o el teléfono contra el Covid pidan luego papeles para tomar un café

Políticos y burócratas han convertido esta pandemia en una trituradora de derechos en la que exigen todo a la ciudadanía sin cumplir antes con los servicios que estamos obligados a pagar, queramos o no y sin ni siquiera tener la contraprestación. La última “moda” en nombre del bien común es reclamar el certificado de vacunación o un test negativo para entrar en el interior de la hostelería o el ocio nocturno: Galicia y Canarias lideran en España una orden aberrante a cualquier nivel. Porque dividir entre inmunizados y no inmunizados es hoy tan discriminatorio como posiblemente ilegal tener que mostrar datos confidenciales de forma tan arbitraria. El estado autonómico desborda aquí sus competencias igual que cuando intentó hacer obligatoria la vacuna: después de que el Constitucional suspenda esa parte de la Lei de Saúde, ¿cómo se encaja esta invasión de la vida privada?

En realidad ya ni siquiera es una cuestión de leyes. Es inmoral que las mismas autoridades incapaces de garantizar el servicio asistencial o el teléfono contra el covid pidan luego papeles para tomar un café. Es un chantaje forzar a los hosteleros a cerrar los ojos ante la Ley de Protección de Datos y asumir competencias impropias mientras se les dice que no es necesario que ellos mismos estén vacunados. Es vergonzoso comprobar hasta qué punto el comité clínico y los responsables de Sanidade están alejados de la realidad: tras huir durante tantos meses de intentar combinar la protección de la salud con la economía implementan un sistema imposible de ejecutar en la gran mayoría de los locales. Es, en definitiva, constatar cómo los fracasos de lo público repercuten siempre contra los ciudadanos: el cuento de que el “Estado somos todos” -y blablabá- solo esconde que un juez puede obligar a una compañía de seguros a hacer frente a los imprevistos pero en cambio los gobiernos tienen legitimidad para no cumplir los servicios, seguir cobrando por ellos y mantener sus derroches.

De fondo queda con qué facilidad retroceden las libertades fundamentales. Malta ya ha cerrado sus fronteras a los no inmunizados, creando privilegiados y abriendo la posibilidad de conductas tan desesperadas como forzar el contagio para no perder un empleo. Las autoridades obvian el castigo que supone para muchas personas no haberse vacunado porque no han querido o porque no han podido debido a su edad, a algún problema de salud -o embarazo- o a vivir en un país sin acceso a los fármacos. Generar esta barrera sin que la vacuna sea accesible de forma universal ni facilitar test gratuitos es una doble discriminación que demuestra el peor rostro de los “estados sociales”. Si la pandemia desnudó primero las vergüenzas de los gobiernos luego ha retratado su reacción: en lugar de sanear las carencias -contratando médicos, enfermeras o personal de rastreo- pisotean derechos como camuflaje de sus incapacidades. E igual que les parece oportuno pedir toques de queda para frenar botellones sin atender a las demandas policiales ahora violan la intimidad en vez de ayudar a la hostelería eliminando burocracia, avanzando en la ventilación de los interiores o proporcionando más espacio en las terrazas. Los vigilantes de balcón o de la mascarilla demuestran que siempre habrá “gendarmes” gratuitos -de izquierdas o derechas- encantados de colaborar pero desde luego ya solo el cansancio y tener sus negocios al límite explica que los hosteleros no hayan organizado una demanda colectiva o alguna acción pública de repulsa contra esta catarata de despropósitos.

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