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Hace unos mil años que la pomposa París, capital de las luces, desarrolló un deporte en que los jugadores golpeaban una pelota con la palma de la mano para devolverla por encima de una red. El invento fue llamado ‘Juego de palma’ y se originó en monasterios y castillos, engatusando a frailes y príncipes. Puede que esta genealogía ligase al tenis a los más altos estamentos mediante un cliché irremediable, pero desde muy pronto también contagió al pueblo. Las autoridades tuvieron que limitarlo, ya que la locura desatada hacía que los ciudadanos faltasen a sus obligaciones para poder jugarlo a todas horas.
El tenis es del pueblo. Y así se lo ha hecho saber a través de una alianza que dilapida el despotismo. Al tenis, ese deporte que muchos vinculan con la riqueza, la aristocracia y la élite de los clubs privados, no le gustan los tiranos y ha dejado muestras de su poder regicida a lo largo de la historia. Luis X perdió la vida en 1316 tras beber vino muy frío para avituallarse en un juego de palma; Carlos VIII se golpeó con un dintel de piedra cuando se dirigía a un partido en 1498, muriendo en la pista poco después; y el delfín Francisco de Valois corrió la misma suerte en 1536, estirando la pata también por la baja temperatura del agua que tomó en medio de un encuentro.
Pero existe un momento histórico, y poco reconocido, en el que el tenis socorrió al pueblo de su situación más frágil, prendiendo la mecha de una Revolución Francesa que iluminó a toda Europa mostrándole el camino para levantarse contra los abusos del Antiguo Régimen y dinamitar el feudalismo.
La revolución nace del hartazgo del pueblo ante los privilegios de la nobleza y el clero. El 17 de junio, el Tercer Estado se autoproclama Asamblea Nacional para exigir cambios al rey y el 20 de junio, los 577 representantes políticos de campesinos, artesanos, comerciantes, plebeyos y mendigos se plantan en Versalles para jurar su compromiso. Conocedor de sus intenciones, el monarca dio órdenes de no ceder al populacho el Hôtel des Menus Plaisirs, donde se celebraban habitualmente las asambleas, aludiendo unas reparaciones inexistentes. Esto no frenó a los diputados que decidieron reunirse en una sala contigua.
La sala que salvó el contrato inaugural de la revolución fue la Pista Real de Tenis de Versalles, o lo que es lo mismo, la Sala del Juego de Pelota que se construyó en 1686 para satisfacer las necesidades deportivas de la corte. No deja de ser poético que en un recinto deportivo en el que solo gana quien más sudor derrama, se fraguase la célebre fórmula de un pueblo que juró “no separarse jamás y reunirse siempre que las circunstancias lo exijan hasta que la constitución sea aprobada y consolidada sobre unas bases sólidas”. Este vínculo inquebrantable pasó a la historia como el “Juramento del Juego de la Pelota” en el que dormía la abolición del absolutismo, el advenimiento de la República y la victoria del pueblo, escenificados de modo grotesco con las subidas al cadalso de Luis XVI y María Antonieta.
Mañana, 14 de julio, se cumplen 236 años de la Toma de la Bastilla, pero la fiesta nacional de los galos, no siendo yo ningún francófilo, celebra lo que toda persona debiera querer para la gestión de su tierra: “libertad, igualdad y fraternidad”.
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