Ramón Pastrana
LA PUNTILLA
Ositos
Un análisis genético reciente demuestra que las sociedades celtas eran matrilineales, fenómeno contemplado por vez primera en la prehistoria europea y que predice el empoderamiento social y político femenino. Algunas de estas mujeres fueron raptadas en el medievo por un clan tremebundo que asolaba todo lo que tocaba el Atlántico. La poliginia nórdica dejaba a los jóvenes vikingos sin esposas y terrenos emergentes como Islandia nacieron bajo las faldas forzadas de siervas irlandesas.
Celtas y vikingos volvieron a enfrentar sus realidades 12 siglos después de las afrentas feudales. Las representantes galaicas, hijas de Breogán, surgen de un equipo de balonmano de un pequeño concello del Baixo Miño. Nunca han navegado por Europa, pero su periplo cándido coge tintes hegemónicos. Cinco países ya han caído a sus pies. Enfrente, las Dottir, hijas de Odín, herederas de los temibles vikingos. Oriundas de los países donde se inventó el deporte en el que se retan. En el escenario minúsculo del 40x20 no hay salida de emergencia. O muerdes, o eres devorado.
El primer envite es en casa, en un pabellón saturado de camisetas rojas como la ferviente sangre que lo enciende. Las islandesas tiran de galones y su envergadura ahoga el talento. Se van de cinco, pero Porriño vuelve. Una epopeya de Casasola mantiene la inviolabilidad continental de su fortín, donde nadie gana. El desenlace sucede a 3.000 kilómetros. El equipo atraviesa los gélidos mares del Norte abrigado por el calor de su gente, que lo acompaña en la odisea de cruzar el Rubicón. Porriño debe sublimar el balonmano para conseguir una quimera. ‘Alea iacta est’.
Un grupo de mujeres que han perseverado en su sociedad celta y matrilineal, reconocida y enaltecida por el pueblo que las aplaude, para elevar, una vez más, al deporte femenino al lugar del que ya nunca no se bajará
Un arreón inicial hace temblar la magma islandesa. Los tambores vikingos acallan con un grito al cielo de Buforn. Ante la amenaza, el volcán entra en erupción y las nórdicas se van de siete. La distancia nunca ha sido mayor. Quedan diez minutos y un tiempo muerto para una hazaña impensable. Porriño, exhausto, parece no tener fuerzas para volver. Pero quedan la magia y el aliento. El speaker local hace sonar los acordes del ‘Sarà perché ti amo’. Debe tratarse de un error. La centena de aficionados gallegos enloquece: “Pongo la roja, será porque te amo, somos Porriño, jugando al balonmano”. Las instrucciones de Isma no se oyen en medio del griterío. Da igual. La mecha está prendida. A la pista no regresan siete. Regresan ciento siete.
Es en ese momento cuando Katia, Carolina, Micaela, Alicia, Iria, Malena, Ayelén, Aitana, Ana, Aroa, Maider, Sarai, Paulina, Maddi, Daniela y Lucía, y tantas otras, asesoradas por el triunvirato de Isma, Gerardo y Sergio, se encaraman para siempre a la mitología tornando divinidades de la única religión que cuenta con idioma universal, la del deporte. En el último parcial, Porriño adquiere la dureza de su granito para destrozar el glaciar islandés. Anota ocho tantos y solo recibe dos. Un gol las separa del trofeo. El mismo que las lleva a la historia.
Puede que la no victoria de Porriño sea una de las mayores coronas que recuerdo. Por el qué, por el cuándo y por el dónde. Pero sobre todo por el quién y por el cómo. Un grupo de mujeres que han perseverado en su sociedad celta y matrilineal, reconocida y enaltecida por el pueblo que las aplaude, para elevar, una vez más, al deporte femenino al lugar del que ya nunca se bajará: la cima del mundo.
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