Carlos Risco
LA CIUDAD QUE TODAVÍA ESTÁ
La puerta que fue bodega en la calle Hernán Cortés
El señor Miyagi es un personaje cinematográfico más que famoso en todo el mundo por su frase “dar cera, pulir cera”, con la que aleccionaba a su joven alumno de artes marciales Daniel Larusso a centrarse en el trabajo diario y en el esfuerzo personal, en la disciplina, en la constancia y en la atención por los detalles más allá de los sueños.
Sin embargo el señor Miyagi tiene otra frase que a mí me parece mucho mejor. Dice así: “Mejor forma de evitar golpe, no estar ahí”. No sé porqué me he acordado de él hoy. Esa película “Karate Kid” no es que sea gran cosa, pero dejando aparte su innegable cursilería adolescente es bonita, emocionante, enternecedora. Y algunas de las secuelas posteriores que se hicieron más tarde también estaban bien.
Quizás me he acordado de “Karate Kid” porque, de madrugada se murió mi perrito Atticus. Se murió mientras dormía, dulcemente, sin una queja ni un ladrido. Con el mismo carácter tranquilo y bueno que tuvo siempre en vida. Llevaba unos días malito, comiendo muy poco, apesadumbrado, cansino y triste, pero yo no le di importancia porque siempre era así después de un viaje, y habíamos pasado una semana en Ourense. Di por hecho que se le pasaría como otras veces y que volvería a ser el chico simpático, juguetón, gracioso y animado de siempre.
Y ahora estoy solo. Sin él. Cada vez que miro hacia algún sitio de la casa lo veo allí
Aun así y como yo empezaba a estar más preocupado de lo normal el día anterior, por la tarde, puse encima de la mesa su cartilla/pasaporte con su estado de vacunación y todo eso para pedir cita en el veterinario a primera hora. Incluso saqué el transportín y lo dejé abierto en el suelo del salón porque pensé que con lo débil y falto de ánimo que estaba mejor lo llevaría a la clínica en el transportín ya que a pie a su paso tardaríamos una hora.
Cuando a la una de la mañana decidí apagar la tele para acostarme lo llamé como siempre para que se fuera a la cocina, siempre dormía en la cocina. Pero no contestó. No me hizo caso. Estaba dormido desde hacía rato o eso creía yo. Me agaché junto a su cojín para acariciarlo y despertarlo y… estaba muerto.
Estuve llorando media hora con su cuerpo desan-gelado y flácido en mis brazos. ¡Joder, se le caía la cabecita hacia los lados! Después lo envolví en su manta favorita, lo dejé en el transportín y me fui a la cama, que no a dormir. Por la mañana llamé al veterinario que a eso de las diez vino a recoger su cuerpo para llevarlo a la incineración.
Y ahora estoy solo. Sin él. Cada vez que miro hacia algún sitio de la casa lo veo allí. Mirándome con sus ojazos interrogantes y enseñándome con su sabiduría qué es de verdad la vida, algo que los humanos no entendemos bien me parece.
Yo creo que Atticus era el señor Miyagi.
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