Opinión

El árbol que hablaba

Aquí va un cuento que escribí hace años, hoy dedicado a mi alcalde Abel Caballero.

El árbol que hablaba nunca pudo ser cortado. Este árbol, un roble centenario, vivió en los bosques de las tierras altas de Escocia entre los siglos XIII y XV. 

Los leñadores temían encontrarse con él pues el árbol era un orador brillante, y una vez que había empezado a hablar resultaba muy difícil sustraerse al embrujo de su voz. 

Hablaba con una voz cadenciosa y seductora. Enredaba a los oyentes con sus palabras y les confundía el corazón, provocándoles una angustia atroz de la que enfermaban y morían entre alucinaciones terribles, o se volvían locos.

Según los leñadores, si al primer golpe de hacha un árbol rompía a hablar, sin duda se trataba de este árbol y lo mejor era taparse los oídos y alejarse inmediatamente de él, pues cuanto más se le escuchaba más dañino era el efecto de su voz.

Peter T. MacNamara, un joven leñador de veintidós años, sobrevivió a un encuentro con el árbol en octubre de 1317, pero tuvo tiempo aun en los días siguientes, en medio del delirio y antes de perder definitivamente la razón, de transcribir una parte del discurso del árbol. Dice así:     

No me cortéis joven señor, dejad el hacha y escuchadme pues yo no soy un ser humano aunque lo parezca, sino un árbol; y mi alma es el alma de un árbol que llora por dentro desde que era un brote, una semilla. Mis sueños son los sueños de un árbol, poblados de aves eternas y lluvias de paso. Mis brazos no son brazos, señor, fijáos, son ramas que se elevan hacia el cielo cantando una canción de dolor infinito. Y mi pelo es una maraña de hojas verdes y grises agitadas por el viento. Mirad mi cuerpo. No es un cuerpo humano sino un tronco mellado y herido por el tiempo, recorrido por los años pero lleno de vida pausada por dentro. Un hogar para el pájaro carpintero que llega en la mañana; un asiento dulce para el rocío; un mundo perfecto para la ardilla y la hormiga. Y lo que a primera vista os parecen mis pies no son tales, sino raíces que se hunden en la tierra querida, horadando el mundo en busca de alimento y consuelo. Dejad el hacha, señor, y escuchadme con vuestro corazón de príncipe, pues yo no soy un ser humano sino un árbol antiguo que llora eternamente por sus hijos perdidos, esparcidos a los cuatro vientos. No me cortéis, buen leñador, sed noble y dejadme vivir, pues no soy un ser humano...

Peter T. MacNamara, que nunca se recuperó de su locura, murió en 1365 después de haber pasado los últimos años de su vida entregado con dedicación y laboriosidad exquisita al estudio del guisante y su cultivo con fines genéticos, una actividad en la que fue reconocido por los de su tiempo como un consumado experto.

Fin.

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