Opinión

Las mujeres y el marisco

Todos sospechamos que existen algunos matices diferenciales entre hombres y mujeres a la hora de sentarse a la mesa. Y es que, en lo que concierne a los alimentos, la sociedad se atiene a un código cultural que define y regula las preferencias y la idoneidad a tenor de criterios de género.

En efecto, en nuestro entorno de civilización, los diferentes tipos de alimentos tienen una connotación sexual. Así, para la mentalidad tradicional, las verduras, el pescado, la leche y la fruta aparecían asociadas a la feminidad. Se consideraba, de hecho, que esta clase de productos no poseían un gran poder nutricional y eran además muy fáciles de digerir, por lo que parecían adecuados para el “sexo débil”, que tenía un estómago más delicado y cuyas necesidades nutricionales se pensaba que eran menores. Por el contrario, en el marco de este mismo paradigma, la carne, alimento fuerte y vigorizador por excelencia, connotaba la idea de masculinidad. Pierre Bourdieu ilustraba así la cuestión de las preferencias de género en función de las mentalidades: “entre los entrantes, la chacinería es más bien para los hombres, como luego el queso, y éste tanto más cuanto más fuerte es, mientras que las frutas y verduras crudas son más bien para las mujeres. La carne, alimento nutritivo por excelencia, fuerte y que da fuerza, vigor, sangre y salud, es el plato de los hombres, del que repiten, mientras que las mujeres se sirven un trozo pequeño”. Según este pensador, el pescado, por el contrario, parecía un alimento más idóneo para las mujeres.

Por consiguiente, se consideraba adecuado y “natural” que los hombres comieran una mayor ración de carne, y piezas de mayor enjundia: una buena costilleta o un entrecot y, por supuesto que no, un bistecito que parecía más apropiado para costureras remilgadas o madamitas. Y las mujeres, por su lado, asumían que debían ingerir menor cantidad de alimentos vigorosos, como la carne, de manera que, si venía a cuento, se la cedían gentilmente al hombre que tenían al lado: “lo que no quiere decir que se privaran de ella propiamente hablando; no sienten realmente deseo de algo que puede faltar para los demás, y obtienen una especie de autoridad de lo que no es vivido como privación”. Y todavía añade Bourdieu que las mujeres no sienten gusto por los alimentos para hombres que, al ser reputados como nocivos cuando son absorbidos en exceso por ellas, pueden incluso suscitarle una especie de repugnancia.

A tenor de una investigación antropológica en Andalucía, Isabel González Turmo, sostiene que resulta constatable una mayor apetencia de las mujeres por los dulces y por las verduras, al igual que rechazan, muchas veces, la carne de caza y el pescado de rio, alimentos ambos con un marcado cariz masculino. En Andalucía, la carne, en especial, se consideraba más idónea para los hombres que para las mujeres.

En Galicia, la situación no era muy distinta, por razones que tienen que ver con las mentalidades, desde luego, pero también, por extensión, con la aplicación de otra suerte de criterios de discriminación de género en el reparto de los alimentos. Muchas mujeres eran perfectamente conscientes de la dificultad que entrañaría la consecución de la equiparación de derechos, también en lo que concierne al terreno gastronómico: en el reparto de las carnes gourmet y otras gollerías: Lo que Mary Seton le comentaba a Virginia Woolf sobre las feministas inglesas resulta aplicable a la mayoría de las mujeres: “No podemos darnos el lujo de vinos y perdices y sirvientes con fuentes en la cabeza. No podemos tener divanes y cuartos propios. Las amenitys, dijo, citando algún libro, tendrán que esperar”.

Por lo demás, era también muy habitual que las mujeres se adjudicaran los alimentos menos apetecibles, dando quizás por hecho que no les correspondían a ellas, y que, asimismo, se sirvieran las partes que nadie más quería. Cuando aparecían invitados de manera imprevista, o bien venía alguno con el que no se contaba, o sencillamente acontecía que no llegaba la comida para todos, la mujer de la casa se servía una ración menor, o se privaba de los alimentos más apetitosos, o bien tomaba cualquier otra cosa disponible. Como apuntaba una profesora del colegio Guillelme Brown, cuando en una ocasión una familia celebraba una comida y aparecieron más invitados de lo previsto, al no haber langostinos para todos los comensales, la señora de la casa se sirvió solo la salsa que los acompañaba. Recurrió a una piadosa justificación:

-Es que el médico me recomendó que no abusara del marisco.

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