Hacer las Américas de ida y vuelta: un relato de migración y resiliencia
MATICES ÚNICOS
La emigración hacia las Américas en los años 50 y 60, es un relato con matices únicos. Los testimonios aquí contenidos revelan historias singulares, marcadas tanto por la fortuna como por la adversidad, pero todas ellas convertidas en aprendizajes.
Muchos ourensanos de los más de 80.000 que emigraron a América en los años 50 y 60 del siglo XX, tienen hoy más de 75 años. El relato vital de sus circunstancias es la última memoria de una migración con características socioeconómicas totalmente distintas de las oleadas anteriores.
Se trata de un paisaje mental y emotivo que poco a poco corroen las brumas del olvido, y que es de especial importancia rescatar para que las nuevas generaciones, al mostrar los retratos de familia colgados en el salón, sepan explicar a sus descendientes, quiénes fueron sus abuelos, esos jóvenes entusiastas que antaño, forzados por la necesidad o el contagio de la ilusión ajena, se pusieron en puntillas de pie en la cubierta de un barco para ver lo que les esperaba en la margen opuesta del horizonte.
Un cambio de paradigma
Las décadas de 1950 y 1960 implicaron un cambio para la migración en toda Galicia, con variaciones significativas en cuanto a la reconfiguración de destinos y estrategias migratorias.
Eran los años más duros de la posguerra civil donde toda España experimentaba un marcado aislamiento internacional. Esto se tradujo en una economía agraria de autoconsumo, uncida al yugo del minifundio, insuficiente para alimentar a una población en aumento progresivo.
Fue entonces cuando la administración franquista, percatándose del flujo de capital proveniente del exterior, creó el IEE, Instituto Español de Migración (1956), una institución encargada de regularizar las salidas al exterior, “facilitando” un proceso cuya devolución a mediano y largo plazo, sería una enorme inyección de liquidez a las arcas del Estado. Esta permisividad, en tácita coordinación con los países de acogida, incentivó un flujo migratorio que parecía imparable.
Fundamentalmente Venezuela, durante su boom pretrolero, apareció en el horizonte como el “Nuevo Dorado”, desplazando a una Cuba que ya en 1959 había lanzado una atroz cruzada de nacionalización de capitales extranjeros, y un eje Argentina-Uruguay convulso por protestas sociales y el principio de una larga inestablidad política.
La sangría demográfica fue estimulada por un proceso social espontáneo: por doquier aparecían los “nuevos indianos”, con sus grandes coches Ford o Plymouth, con sus trajes cortados a medida, y dentaduras de oro cuyos destellos deslumbraban a la ingenua juventud local.
El “efecto llamada” tuvo un rol decisivo. La estadística popular apuntaba que de 50 que partían, solo uno volvía rico; pero esa visibilidad, justificaba la “mala suerte” de los 49 restantes. Solo partir era un salvoconducto hacia la prosperidad.
Los testimonios de Teresa Calviño (Ourense) y Rafael Seoane, (Toén) Fulgencio Núñez (Allariz) y Pablo Ramírez (O Carballiño), ilustran las interioridades de relatos vitales que no recogen los libros de historia.
Hacer las Américas de ida y vuelta tuvo para unos pocos, rutilantes triunfos, y para la mayoría, cenagosas frustraciones. Pero el privilegio de contar es una bengala que ilumina por encima del bien y el mal; es el antídoto perfecto contra los venenos del tiempo.
Teresa Calviño, 1947. De Montevideo a Caracas
“Primero emigró mi padre, en el año 50 o 51, más alentado por cantos de sirena que por una necesidad. En Brasil presentó serios problemas de salud, y de ahí pasó a Montevideo, donde levantó un pequeño capital.
En 1956 mi madre y yo salimos del puerto de Vigo, pero con la mala fortuna de que murió a veinte días de llegar: tenía un cáncer de páncreas en fase terminal que hasta entonces no había dado señal alguna. Se nos hizo muy dura la vida, y luego de dos años en Montevideo, nos fuimos a Venezuela, en un viaje que fue una verdadera odisea, bordeando toda la costa oeste de Sudamérica.
En Caracas mi padre reconstruyó su vida y yo alterné mis estudios con mi trabajo en una peluquería de italianos. Me casé con un asturiano, y en 1968 regresamos a España para no volver. Al año siguiente nació mi primer hijo, y luego me dediqué a un negocio de floristería. Esos años en América cambiaron mi vida y mi visión del mundo para siempre”.
Rafael Seoane, 1946. Charcutero en México
“Desde que nací en Toén, de mi tío Manolo se decía que se había hecho rico con un negocio de charcutería en México. A los quince años lo conocí en persona, en 1961.
Entonces me dijo que muy pronto me llevaría con él. Y eso hizo al cabo de un año. Yo nunca había salido del pueblo, y en realidad nunca pensé que el mundo fuera tan grande. Al cumplir los veinte, mi tío murió de un infarto, y entre su viuda y yo, tuvimos que hacernos cargo del negocio.
Un año más tarde, murió mi tía política, y yo tuve que trabajar duro para pagar deudas. Con lo que me quedó, me compré un camión de mudanzas, hasta que en diez años tuve una flotilla. Me casé con una señora de Zamora y tuve tres hijos. En los 90 me di cuenta de que México se hundía con el auge de la droga y regresamos a España. Montamos un restaurant y luego volví a los camiones, por supuesto, como propietario, hasta que me jubilé”.
Fulgencio Núñez, 1937. Un rescate en México
“Nosotros teníamos un problema mayor que la pobreza: mi padre se había ido en el año 53 para México, y llevábamos ya 6 años sin noticia suya. Un día, llegó un conocido que dijo haberlo visto pidiendo limosnas en la puerta de una iglesia, con el juicio perturbado. Le ofreció ayuda, pero que mi padre la rechazó.
Mi madre contrajo una deuda grande para que yo fuera a buscarlo. Llegué a Veracruz en abril del 59. En un mes y medio di con mi padre, efectivamente, estaba muy afectado, pero me reconoció.
Comencé a trabajar en un aserradero y pude atenderlo. En julio del 62, vine con él de regreso. Comenzó a tratarlo un médico, pero murió en el 65. Yo regresé ese mismo año a México: allí había conocido a una señora de Beade con la que me casé y tuve dos hijos. En el año 78 vinimos a Allariz de visita toda la familia, y como vimos que la situación había mejorado un poco, decidimos quedarnos, y aquí estamos a día de hoy. No da para más la vida”.
Pablo Ramírez, 1962. Adiós, Santiago de Chile
“Mis padres se conocieron en una verbena en Celanova, pero yo nací en Valparaíso, diez meses después. Como habían encontrado tanta oposición familiar, la solución fue fugarse a América.
En un año nos mudamos a Santiago. Mi tía Concha estaba allí desde hacía dos años, viviendo con su marido, y ya nos había preparado el terreno: mi padre comenzó a trabajar en una imprenta, y mi madre como criada junto a mi tía, en casa de unos alemanes dueños de unas minas.
El recuerdo más impactante fue aquella mañana en que por mediación de un compañero de partido de mi padre, conocí a Allende. La tragedia llegó con el golpe de Pinochet en el 73: en enero del 74, a mi padre le dieron el aviso de que lo buscaban para matarlo por comunista. Los patrones de mi madre, que eran extraordinarios, nos arreglaron la salida de Chile rumbo a México, donde estuvimos hasta que en el 78, regresamos O Carballiño. Yo tenía 16 años, y toda la vida por delante”.
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