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La vuelta a la normalidad tras el apagón fue solo una falsa ilusión en el concello de Taboadela, donde el regreso de la luz llegó acompañado de una triple despedida. La de “una familia estupenda”. Así definen los vecinos del municipio a Francisco, Antonia y Francisco José, que perdieron la vida en una jornada marcada por la incertidumbre. E incertidumbre fue precisamente lo que sintieron los asiduos del bar al que acudía el padre cada mañana.
“Era muy raro que no viniera a tomarse su café habitual”, reconoce con pesar Trini tras la barra del que se convirtió en lugar de encuentro para un grupo de amigos que empezó siendo cuatro y del que ya solo quedan dos. Uno de ellos, Elías, incapaz de contener las lágrimas recordando al que consideraba un hermano. “Él, su hijo y su mujer. Los tres eran todo corazón”, explica quien compartió partidas, cafés y compañía durante las más de cuatro décadas que la familia llevaba en Taboadela. De hecho, la misma mañana del apagón, fue él quien le ayudó a sacar el coche y a prepararse para una posible noche a oscuras, sin esperarse que sería esa su última despedida: “Se fue sobre las tres y media, le pregunté si necesitaba más ayuda y me dijo que no, que estaba todo bien. No vino al día siguiente y eso ya me preocupó porque él a las diez siempre estaba aquí”. “No entiendo cómo pudo ser ese fallo, no me lo explico”, verbaliza Elías la pregunta que se hace todo el municipio, ante unas muertes que presuponen, “podrían haberse evitado”.
Francisco, un hombre “con muchísimas ganas de vivir” y “el alma de su casa”; Antonia, quien “cuidaba de todo el mundo”, y su hijo, Francisquito -como le llaman sus más allegados-, que les acompañaba a donde fuera y demostraba “un amor desmedido por sus padres”, siempre dibujando y sacándoles una sonrisa en el parque o en el bar. Una familia tocada por la enfermedad, cargada de preocupaciones y que, aun así, encontraba siempre la forma de ser “parte activa del pueblo”, tal y como explica Adelina, otra de las vecinas que trata de encontrar sentido a lo ocurrido, incapaz de imaginar cómo pudo suceder una tragedia así tan cerca y de forma tan inesperada.
Más de cuarenta años en un pueblo que los acogió como hijos adoptivos, y que los hizo sentir parte de una comunidad. La misma que iza sus banderas solo a media asta y que los despidió ayer en voz de todos los vecinos que sienten como propia la pérdida y que podrán acercarse esta tarde a la iglesia parroquial de San Juan de Vilar de Santos para ofrecerles un último adiós. Incluso quien no tenía tanto contacto con ellos, como José Ramón, empatizan ahora con una despedida excesivamente “prematura”, y buscan alguna explicación que pueda aliviar el dolor de todo un municipio que se vestirá de luto en recuerdo de “una familia que lo compartía todo”.
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