Opinión

Tres cojones

Me paso la vida examinando la fama. Me inquieta ese mundo en el que todo son inconvenientes, pero aceptados con anegada sonrisa. No hará ni tres semanas atravesé la Cava Baja de Madrid con una conocida estrella de la cultura española. Cada tres pasos, un selfie. Cada dos, un autógrafo. A cada paso, un perdona-que-te-moleste diferente, pero igual. Fue tanta la ansiedad del momento que no pude contener un suspiro desconsolado por la mala sombra de su fama. Mi compadre Quero, presente en el espectáculo y siempre ávido en estas lides, anunció a grandes voces al respetable público agolpado por las calles, que comenzaríamos a cobrar tres euros por autógrafo de nuestro amigo. Pero ni eso doblegó el empeño de los madrileños en cortarle el paso a su ídolo del alma. 

La fama, la horrible fama. Ni a la compra, ni a la esquina, ni al funeral de un amigo se puede acudir en paz; que en la iglesia, acompañando al féretro, saldrá el conductor del coche fúnebre, diciendo que su hija es “muy fan” y pidiéndote un selfie con el muerto de fondo reclamando sus últimos minutos de fama. Y por supuesto, desde el estrellato, no hay forma de escapar a Montoro, que hace muñecos con los contribuyentes más afamados, y los guarda en un armario, y cada mañana le asesta un agujazo al que más haya abierto la boca el día anterior, que me lo ha contado a mi un cuervecito.

De todas las famas, la peor es la del que se dedica al humor. Muchas veces he cruzado la ciudad con los del humor. De la tele, de la prensa, de la radio. Y qué dolor, no lo imaginan, ver al humorista hundido en su mala suerte, paseando su peor lunes, y encontrar a ese público, tan inconsciente, a pie de calle pidiendo que le imite a tal personaje, o que si le puede contar otra vez el chiste de ayer en televisión, que todos se rieron mucho en casa. Y el humorista está muerto haga lo que haga. Si lo repite, parece idiota, y sin gracia. Si no lo repite, es un desgraciado que no atiende a su público. 

Me lo contaba no hace tanto Millán Salcedo de Martes y 13: “¡hazme la empanadilla!”, constante grito a su paso por cualquier ciudad, que constata la estupidez de la masa en toda su dimensión. Millán es tal vez el máximo exponente vivo de este terrible dolor de la fama del humor. La opinión pública le supone la obligación del buen humor. Y ciertamente, de carne y hueso también son nuestros genios, y la simpleza de la calle pone de mal carácter a cualquiera.

La edad mejora a la mayoría de los famosos. Tal vez porque el contacto con el fracaso termina siendo una bendición, tras los laureles del éxito, que tanto complican la vida. Y desde allí, con un montón de primaveras encima, se puede hablar con cultura, sabiduría, y libertad. Quizá por eso Julio Iglesias ha hecho ahora su discurso más elocuente y genial. El de los “tres cojones”. Cumbre y definitivo. El discurso íntegro del artista, sobre la presión y psicosis tributaria en la que nos tiene sumidos el ministro de Hacienda, reza así: “Me importa tres cojones lo que diga Montoro. Nunca he dejado de pagar un puñetero impuesto en ningún lugar del mundo. Donde canto, pago mis impuestos”. Lo ha dicho en Salvados, de La Sexta, poco después de reconocer que no cree en la “redistribución de la riqueza” sino en la “justicia de la riqueza”. “Me pagan el dinero que valgo”, explica. Y ahí está la clave. Le pagan en proporción a lo que genera a quién invierte en él. Porque aunque esté vetado decirlo en la España de hoy, la redistribución de la riqueza es un concepto bonito pero no funciona: solo está sirviendo para redistribuir la pobreza y corromper a las élites políticas y empresariales. Añado un recordatorio al ya célebre discurso del cantante: quien sufre la voracidad que ha impuesto Montoro en este país no son los ricos, que se van a tributar a otro lugar del planeta, sino la clase media, y los pequeños empresarios, que no pueden marcharse.

El discurso de Iglesias –Julio- es el colofón a una semana llena de emociones fuertes en los ministerios. Primero la extraordinaria charla de Jorge Bustos con Montoro en El Mundo, de la que solo nos falta por saber el número de copas que cargaba el ministro. De la conversación, en la que arremetía contra los suyos, al ministro de Hacienda sólo le honra haber aprobado su publicación. Y no es poco. Días después, la respuesta de uno de los ministros ofendidos, Margallo, esta vez en las páginas de El Español en una charla con Ana Romero. El de Exteriores se quedó a gusto al referirse a Montoro: “si eres ágrafo y no lees… yo publico libros todos los años”. 

El error de Margallo en el golpe ha sido precisamente esa “arrogancia intelectual” de la que le acusa Montoro. Se ve que Margallo, que en un delirio le dijo a Ana Romero que él “presidía el mundo en este momento”, desea fervientemente la fama, pero no está preparado para administrarla. Su colección de boutades se pierden en una especie de soberbia de famoso de nuevo cuño, como el nuevo rico que empieza a comprarse cosas muy grandes, porque piensa que el poder consiste en tenerlo todo muy grande. Y no. El verdadero poder, por lo visto, consiste en tenerlo por triplicado. De ahí que lo de Julio Iglesias sea un discurso para la posteridad, sobre el que podríamos fundar un gran movimiento contra la corrección política, la estupidez imperante, los vampiros de Hacienda, los intelectuales arrogantes, los demagogos, y contra los que comercian votos erigiéndose en representantes de la pobreza. Ahí lo tienen. Un representante de la riqueza y la fama, sin miedo a arruinar su brillante trayectoria, diciendo en una televisión de izquierdas lo que muchos desearíamos decir más allá de la puerta del bar, sin el envalentonamiento de media docena de whiskys. Que Montoro y su socialismo de postín, en efecto, nos importan tres cojones.

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