Opinión

Donde el cielo nos silencia

Bajo esta cálida noche sosegada, de cielo añil envejecido y quietud en la mar. Bajo este inmenso universo de incógnitas y luceros mágicos, que a veces parece aplastarnos y otras, liberarnos. Bajo esta luz de luna creciente. Que impone, rugosa, y evocadora. Blanca como la muerte. Y quizá como la vida. Rompe el silencio el arrullo del mar, donde ya no hay corriente, donde se diluye el agua entre la arena. Dibuja negras notas de blues el aire, sometido al fuerte aroma de la bajamar. Aquí estoy. De pie, junto a la orilla. Como una caña clavada en la arena esperando el baile del sedal. Un diminuto apéndice de carne y verso. Una pluma, al fin, queda bajo las estrellas, al delicado albur de la brisa del sur que alumbra el crepúsculo.

Me abstraigo y subo, bien alto, para ver con los ojos de la imaginación, y contemplar la nada. La inapreciable realidad que ilustro, desde unos metros de altura. Lo que soy en medio de este firmamento de galaxias, nebulosas, y planetas, es menos que un suspiro. El recuerdo tenue ya olvidado. El fue menos mentado. La nada bajo el todo.

Escucho mi respiración, claqueta de la orquesta del silencio, en danza con la eterna retirada de las olas, vueltas espuma tras quebrarse a los pies de la playa. Y oigo el ruido interior de la vida, la mía. El zumbido del tiempo. El latido. El conteo de un reloj, cansado, constante, implacable. La melancolía y la felicidad, el placer de contemplar este valle de olas, y el vértigo de un Everest, agazapado traidor en cada rescoldo de nuestra agenda. Llevamos dentro tan pesado equipaje y es tan inmensa nuestra pequeñez, que cada liviana vereda nos parece monte escarpado. Y al fin, las cosas de la vida, extendidas sobre la arena de esta playa bajo el grandioso firmamento, no son más que muescas desvanecidas en una tabla infinita, que a nadie inquietan, y nada importan, aún henchidas de artificio.

Miro a lo lejos, donde el horizonte ha perdido la brújula, y está a punto de perder la razón entre la tiniebla. Miro allá y me veo, hará un par de semanas, paseando el madrileño Barrio de las Letras. Mediada la tarde, con los calores sembrando de bochorno la primavera. Entre las sombras sonámbulas de los grandes de la literatura, los que dibujaron la vida y las costumbres, los que pintaron en poemas estas melancolías, y escudriñaron la verdad en noches así.

Mientras recorro sus calles, supongo a aquellos autores con la vista alzada al frente, bajo una fina lluvia de tinta, ingenio, e inspiración. Junto al Cristo de Medinacelli, adivino tres ventanucos enrejados, a ras de suelo. Había ido a buscarlos, como quien acude al retrovisor. Al otro lado se esconde el sótano donde mi abuelo y su hermano pasaron intensas horas, trabajando en la imprenta de un ribadense, mediada la década de los 30. Polvo, tinta, impresos, y una obra para la historia de la mariña lucense, Ribadeo Antiguo. Tan lejos de Galicia, del puerto de mar, de la tranquilidad familiar, les estalló una guerra que no era la suya, y hubieron de esconderse en los pliegues que la vida les dejó, que como a muchos, fueron bien pocos.

Trágico fue el abrazo de despedida que se dieron en el Hospital de la Princesa poco después. Mi abuelo, cabo de Sanidad Militar, debía marcharse o lo mataría la sinrazón. Las puertas amigas, ya cerradas a cualquier sospecha, a cualquier insignia. Su hermano agonizaba enfermo, luchando con una mortal enfermedad pulmonar. Sobrepasado el 18 de julio de 1936, los médicos habían huido. Tan solo quedaban las monjas, cuidando a los terminales. Tuvieron que elegir, mientras la calle estallaba en odio y pólvora, entre morir los dos en aquel solitario hospital, o intentar salvarse uno. Mi abuelo se largó entre lágrimas, aún con la esperanza de volver después de todo, empujado hacia la puerta por su hermano, que murió poco después en aquella cama. Tenía 23 años. La historia, de dolor e iniquidad, mil veces replicada, en cada drama familiar de esa guerra fratricida. Cuando la vida no podía deletrearse en una red social, y a menudo era breve como un tuit.

Por eso fui hasta allí aquella tarde. Y hasta la pensión de Atocha 95 de donde también los echaron. Y de nuevo hasta la antigua imprenta, donde rieron, soñaron, y sufrieron. A mirarme en el espejo del tiempo, y verme como el fruto de cientos de contingencias, las mismas que despliega esta noche ese enigmático cielo, que escupe respuestas a tan azarosas vidas en el diminuto laberinto de una familia. Una historia enorme, que es la de todos, y que no es más que una breve pincelada en el infinito que se impacienta ante mis ojos hoy, desde esta playa atlántica.

Hay una gran lección en la luna. Que pudiendo ser presuntuosa, es sólo cómplice de románticos, insomnes, y filósofos enloquecidos. Siempre callada y discreta. Dejándose insuflar fulgor por la grandeza solar. Sabe que la luz no es suya, más necesita de su fuerza para mostrar su belleza al mundo. Lo mismo ocurre en nuestro cuerpo, siempre en lento deterioro, hacia la destrucción desde que nacimos, conscientes de que es otro el que da vida. Y que como a la luna, sin su luz no somos más que oscuridad.

Arrecia el viento ahora, al nordeste. A esta noche apacible le han salido puntas de hielo. Poco ha durado la templada madrugada. Ensimismado en ayeres. Afanado en desenterrar el olvido y la razón en esta arena húmeda, lastrada por la urgencia de la prisa. Ese goteo del reloj, que nos persigue con su insolente histeria.

Y aquí, rendido a la belleza de la bóveda estrellada, rescato un soplo de alivio, en los tristes versos de Agustín de Foxá: “Y pensar que después que yo me muera /
aún surgirán mañanas luminosas /
que bajo un cielo azul, la primavera / indiferente a mi mansión postrera / encarnará en la seda de las rosas”. Quiso Foxá hacer melancolía, pero tropezó con la certeza: la esperanza de perpetuidad. El anhelo que nos hace ser más que nada. Y más que noche, eterno amanecer.

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