José Luis Fernández Carnicero
DESCUBRINDO A BIBLIA EN OURENSE
O mellor Nadal
El populismo es una perversión de la democracia porque no la entiende como un sistema de límites, derechos y procedimientos, sino como un atajo moral. Si seguimos las explicaciones del principal teórico populista, el argentino de extrema izquierda Ernesto Laclau, el populismo no es tanto un programa como una técnica: construir “el pueblo” como un sujeto único, oprimido por “la élite”, uniendo demandas heterogéneas en una misma cadena emocional y simbolizándolas en consignas suficientemente vacías como para que cada cual proyecte en ellas su frustración. Lo importante en la estrategia populista no es tanto generar afinidad hacia uno mismo, sino odio a un enemigo brutal que se esculpe cuidadosamente. Esa argamasa es más efectiva que promover una buena causa o unos ideales elevados.
Ese método ha existido siempre en la izquierda, pero en las dos últimas décadas la derecha radical lo ha copiado con éxito, sustituyendo el repertorio de agravios por uno más identitario y securitario. Se ha cambiado la clase oprimida por la nación amenazada, y el temor a la pobreza por el temor a la invasión cultural. Poco más ha cambiado. El resultado es el nacional-populismo: la misma lógica plebiscitaria, la misma desconfianza hacia el individuo y su libertad, el mismo desprecio por el pluralismo, sólo que con otros enemigos y otra estética.
Lo inquietante es que, cuando un populismo avanza, el sistema suele producir su reflejo. Y ahí aparece el riesgo: si el populismo de derechas ocupa en cada país, en general, un tercio del espacio institucional y el de izquierdas otro tercio, ¿cuánto margen queda para la normalidad democrática? La democracia liberal se ve abocada a la asfixia si la política se convierte en una guerra de religiones civiles y lo razonable se ve tachado por unos y otros de “tibio”, ya que no se permite la ponderación ni la moderación, y se obliga a todos a tomar partido ferozmente por uno u otro bando, a cual más irracional y liberticida.
El nuevo alcalde electo de Nueva York, Zohran Mamdani, ilustra ese rebrote del populismo de izquierdas como respuesta al de derechas. Conviene ser precisos: Mamdani no es “un meme”; es un político con mandato electoral y con una agenda nítidamente intervencionista. Ha defendido congelar los alquileres regulados como pieza central de su política de vivienda, incurriendo en una senda de imposición de precios desde el Estado que recuerda a la Unión Soviética. Ha impulsado la idea de tiendas de alimentación públicas o de titularidad municipal, presentándolas como herramienta para abaratar la cesta de la compra, lo que recuerda también a los nefastos economatos colectivizados y regentados por las administraciones públicas en la Europa del Este pre-1989, generando hambre y desabastecimiento. Ha hecho de la gratuidad del transporte un emblema político, lo que constituye compra de votos con el sistema habitual: regalar con cargo a todos ciertas dádivas al electorado propio. Ha coqueteado con metas salariales muy llamativas, como el “treinta dólares en 2030”. En materia de seguridad, habla de una supuesta “seguridad comunitaria” que recuerda al chavismo o al régimen nicaragüense al insinuar estructuras barriales con ciertas atribuciones.
El nuevo alcalde electo de Nueva York, Zohran Mamdani, ilustra ese rebrote del populismo de izquierdas como respuesta al de derechas. Conviene ser precisos: Mamdani no es “un meme”; es un político con mandato electoral y con una agenda nítidamente intervencionista.
Su biografía también importa, porque el populismo suele venderse como “voz de los de abajo” incluso cuando nace en entornos muy por encima de la media. Mamdani nació en Kampala (Uganda) en 1991, se crió en Nueva York desde niño, estudió en la Bronx High School of Science y se graduó en Bowdoin. No es precisamente un representante de la América más vulnerable y empobrecida, sino de las élites intelectuales que emplean el populismo como estrategia, no porque vaya en su ADN ideológico personal. Una suerte de “gauche divine” gringa. Es miembro de los Democratic Socialists of America, de izquierda radical.
La conclusión debería ser obvia: contra cada populismo no hacen falta populistas inversos sino dirigentes sensatos, con carisma y con una propuesta reformista creíble en la franja central del espectro. Buena prueba de que los populismos se comprenden mutuamente y se respetan es el primer encuentro entre Trump y Mamdani. Fue un pequeño manual de “espacio rojipardo”: meses de insultos, y luego sonrisas, elogios cruzados y promesas de colaboración en el Despacho Oval. La escena señala una verdad incómoda: la teoría de la herradura no es una broma. Los extremos se reconocen en su estilo y casi siempre están más cerca entre sí que de la política normal. Son un tumor de la democracia liberal, y gravísimo.
Que resurja el populismo de izquierdas es, por tanto, una mala noticia. Y sí: es, en parte, culpa del populismo de derechas, porque ambos se retroalimentan en una espiral de simplificación y revancha. La salida no está en doblar la apuesta, sino en reconstruir el prestigio del sentido común: límites al poder, respeto al pluralismo y políticas que no necesiten inventarse “un pueblo” contra “una élite” para ser defendibles. Quienes tanto señalan a las “élites”, son la verdadera élite o aspiran a serlo. Ya se trate de Mamdani o de Buxadé.
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