El Brexit, entre optimismo y depresión

Asuntos globales

Con un horizonte cargado de incertidumbres, los ingleses acudieron a votar el Brexit sin percatarse de que iban a situar el país al borde del abismo

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Con un horizonte cargado de incertidumbres, los ingleses acudieron a votar el Brexit sin percatarse de que iban a situar el país al borde del abismo. Aquel 23 de junio de 2016 la palabra más repetida en todo el Reino Unido era brexit, sonaba por todas partes y en todas las bocas, en los pubs de los pueblos más lejanos de Gales, Escocia e Inglaterra y en los clubs más exclusivos de Londres. Brexit se había convertido en el estribillo de todas las conversaciones encendiendo apasionados debates que en ocasiones se saldaban con insultos. Cuando las palabras se basan en sentimientos, ya se sabe lo que ocurre. La confrontación está servida. Brexit era un término nuevo, nacido al calor del referéndum convocado por el inconsciente primer ministro David Cameron para decidir si el Reino Unido continuaba integrado en la Unión Europea o rompía el matrimonio que había permanecido unido más de cuarenta años. Es cierto que las relaciones entre Bruselas y Londres nunca fueron fáciles. No era muy agradable compartir cama con la señora Margaret Thatcher reclamando cada mañana su cheque de compensación. Brexit tiene su origen en las palabras inglesas, Britain (Gran Bretaña) y Exit (salida). La noche de las votaciones, los británicos constataron algo que ya sospechaban, el país estaba dividido en dos. Lo partidarios de la salida sumaron el 1´9% más que los que votaron por seguir en Europa. Lo cierto es que en la opinión pública no había un sonoro y claro sentimiento de rechazo, no existía la necesidad del referéndum, de ahí que califique a Cameron de inconsciente y con mayor razón al verle posicionarse por la continuidad en la integración. Desde entonces la fiebre de la crispación subió como el alcohol bermejo en los termómetros de la convivencia. Empezaron los análisis de las consecuencias. Quedó claro que los fervorosos del “no” habían mentido durante la campaña, especialmente en un tema tan sensible como la emigración. Sostenían, por ejemplo, que Turquía entraría en la Unión Europea e Inglaterra se llenaría de emigrantes turcos musulmanes envenenando las raíces y las tradiciones británicas. Los ingleses tipo Thatcher siempre fueron muy partidarios del desarrollo del mercado interior de la Unión. Soñaban con un Reino Unido próspero como nación dentro de una zona de libre mercado. En cambio se les ponía la piel de gallina cuando se definía la parte política de la Unión Europea, se confiesan muy partidarios de las instituciones de su país por eso conservaron la libra esterlina. Rechazan identificarse con una Europa Federal, no se reconocen en ese rostro. Conservan una idea victoriana del Reino Unido.

Al principio, después del referéndum, los euroescépticos pensaban que marcharse de Europa era algo tan simple como desenchufar una luz. Nada cambiaría. Su concepto de la soberanía británica sigue siendo polvorienta y victoriana. Están históricamente desfasados. Tienen una idea antigua de la moderna política comercial, a pesar de ser ellos los fundadores. Siguen creyendo que puede existir un tratado por el que ninguna de las partes asuma ninguna obligación. A la largo de más de cuarenta años de convivencia se firmaron miles de tratados y se dictaron centenares de normas para articular los mercados comunes, la libre circulación de personas y bienes, así como una amplia integración de la convivencia. Esas ataduras, ese nudo gordiano no se rompe de un tajo. Hay que desatarlas una a una para establecer unas relaciones de nuevo cuño a partir del próximo uno de enero que termina el periodo transitorio del Brexit. En esa negociación a cara de perro están los equipos de la Unión Europea y del Reino Unido, dirigidos por Michel Barnier y David Frost respectivamente. La negociación no es una broma, se juegan muchos cientos de millones de euros y la definición del futuro de ambos. Al principio, los euroescépticos británicos parecían no darse cuenta de la gravedad de la situación a juzgar por los análisis simples y frívolos que hacían. Pocos días después de la celebración del referéndum, el actual primer ministro Boris Johnson escribía en el The Daily Telegraph: “Seguirá habiendo libre comercio y acceso el mercado único.” No se había enterado de nada, ahora sabe que fueron unas afirmaciones banales y gratuitas, como banales fueron las palabras pronunciadas por el ministro de comercio Liam Fox al asegurar que el acuerdo de libre comercio con la Unión Europea será uno de los mas sencillos de la historia. Creían, pura ensoñación, que el núcleo duro franco alemán, presionado por la industria alemana del automóvil, les obligaría a darle al Reino Unido un acceso abierto y privilegiado al mercado único.

Esta claro que estamos cerca del fin programado. Con las campanadas de las doce de todos los relojes europeos, empezará una nueva era de consecuencias imprevisibles. O la salida se produce de una manera ordenada mediante un acuerdo solido (Brexit blando) o nos encontraremos sin acuerdo dando paso a un paisaje caótico y montaraz (Brexit duro). Los efectos de este último serían devastadores para los dos campos. A la hora en que escribo este artículo persisten las dudas, no hay fumata blanca, pero tampoco hay fumata negra. La incertidumbre se mueve en el oleaje de las dudas. Cuando todo parecía a punto de naufragar, con los negociadores exhaustos y lejos de acercar posiciones, la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, descolgó el teléfono y marcó el número del primer ministro Boris Johnson para desatascar la situación y dar un renovado oxígeno a los equipos negociadores. Hablaron de los perjuicios que se derivarían con un Brexit a las bravas y de la conveniencia de gestionar la interdependencia de común acuerdo. Los mercados ingleses podían quedar parcialmente desabastecidos, por tierra, mar y aire, en unas relaciones comerciales montaraces. Los negociadores se volvieron a sentar con nuevos ánimos y esperemos que nuevas exigencias, por su parte Johnson proclamó que donde hay vida, hay esperanza. Veremos. Los ingleses son muy suyos, no en vano inventaron el futbol convertido en el mayor entretenimiento de nuestro tiempo y, sin el futbol, no existiría Maradona. Perdonen la broma. No se entiende que Gran Bretaña que diseñó los andamiajes del nuevo comercio se quiera enroscar ahora sobre si misma frente a cualquier razón de pragmatismo moderno.

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