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Los delitos sexuales tienen un recorrido infinito para las víctimas pero no en los juzgados. La Ley de protección integral de la infancia y la adolescencia frente a la violencia, que entró en vigor en junio, amplía los plazos de prescripción para este tipo de infracciones. Una vieja demanda que tardó en cristalizar. Ahora, el tiempo no empezará a correr cuando el perjudicado cumpla 18 años sino los 35.
Para Luna (no es su verdadero nombre), una ourensana de 30 años, llega a destiempo. El Juzgado de Instrucción 1 de la ciudad archivó su caso el 23 de noviembre de 2020: denunció en noviembre de 2019 que un tío cura abusó de ella desde que era una niña hasta la adolescencia.
El delito, cuando fue capaz de procesar el horror, había prescrito por unos meses. “Pasaron más de 10 años desde que la perjudicada alcanzó la mayoría de edad hasta la interposición de la denuncia”, según sostiene el juez en el auto que da carpetazo al asunto.
Las víctimas en el momento en que son capaces de poner palabras a la abominación que han sufrido en no pocas ocasiones es demasiado tarde. El agresor sexual, que está en todo los estratos sociales, un padre, un tío, un cuidador, un amigo de la familia, un profesor…, sale indemne porque los delitos se convierten en yogures con fecha de caducidad.
Pero la huella del delito es indeleble: “Las secuelas a largo plazo de los abusos sufridos en la infancia suponen numerosas dificultades psicológicas, conductuales y sociales en la edad adulta”, advierten los forenses del Instituto de Medicina Legal (Imelga) de Ourense. Depresión, baja autoestima hasta el abuso de sustancias y trastornos de la personalidad son algunas de esas consecuencias.
El trauma (algo del pasado que viaja al presente) en el caso de Luna no formará parte de un sumario sobre el que un tribunal tenga que pronunciarse. Pero esta joven hace un esfuerzo para decir a otras víctimas que no están solas (la Policía Nacional atiende a día de hoy sus llamadas cuando su tío merodea por su lugar de trabajo para recordarle que es poderoso) y que todas ellas deben ser merecedoras de justicia. La que ella no tuvo.
Poner palabras a su horror y denunciar le resulta sanador. “Ahora, estoy viviendo una vida que no tenía, aunque haya secuelas, y me gustaría ayudar a quienes son incapaces de ver la luz al final del túnel”, asegura. Tiene días buenos de auténtica samurái entremezclados con otros en que siente que flaquea. Los abusos le dejaron mella psicológica y mucho padecimiento físico. Sabe que es normal e intenta sacar a la guerrera aunque no tenga ganas, porque hay mucha secuela que revisar.
“La paciente padece un trastorno por estrés postraumático grave y cronificado; los hechos narrados provocaron un daño psíquico irreparable y el discurso, desgarrador y sin fisuras, es de total certeza y credibilidad”. Esta conclusión no es de un juez, pero forma parte del informe fechado el 23 de septiembre del pasado año, rubricado por un forense y una psicóloga del Imelga. A esta víctima de la violencia sexual le vale. Son muchos los que le han dicho “yo sí te creo”: su padre, su hermana, su pareja, la Policía Nacional (el equipo de Participación Ciudadana y la Unidad de Atención a la Familia y Mujer -UFAM-), los terapeutas, los médicos especialistas que atienden sus dolencias… “Todos ellos me han salvado”, añade.
La joven, que ayer inauguró la treintena, creció atemorizada . “No tengo recuerdos bonitos de la gente en mi niñez por culpa de esa persona desgraciada”. Ignoraba qué sucedía a su alrededor. Sabía, eso sí, que lo qué le hacía su tío le asqueaba y le hacía sentir “mucha vergüenza”. “Sentía pavor, ese que te deja congelada como a una estatua, cuando se me acercaba”, describe. Aún hoy, esa sensación la acompaña cuando lo ve.
La violencia sexual en la infancia sigue un pautado guion y vino precedida del acoso y derribo a través del maltrato psicológico (“te va mermando como persona”). “Era muy pequeña, estaría en preescolar, cuando me obligó a ver la película “Tiburón”… me moría de miedo”, confiesa. Y hubo otras más como “El exorcista”… También amenazas del tipo “acabarás en un pozo si lo cuentas”; “te van a entrar los demonios dentro” o “se lo haré a tu hermana pequeña” . Y el “estigma del miedo”, tal como ella lo define, “te va mermando y anulando como persona”.
Llegó un día en que la niña de familia acomodada encendió las alarmas: suspendió ocho asignaturas a final de curso; no salía de la cama e incluso intentó suicidarse.
Los abusos sexuales a menores pueden dejar daños irreparables de por vida mientras son invisibles. La Organización Mundial de la Salud (OMS) los considera un tipo de maltrato infantil: “Una acción en la cual se involucra a un menor en una actividad sexual que él o ella no comprende completamente, para la cual no tiene capacidad de libre consentimiento o su desarrollo evolutivo no está preparado o viola las normas o preceptos sociales”.
La primera vez que esta ourensana habló de lo qué le sucedía fue en 2009 en una consulta médica. “Solo era capaz de decir que me habían hecho mucho daño, pero no podía verbalizar el dolor”. Su relato era inconexo y desorganizado, con un montón de flashes. Contó experiencias sádico-perversas, pero sin entrar en demasiados detalles porque ella, al igual que le ocurre a todos los niños que sufren violencia sexual, son incapaces de discernir que hay tocamientos proscritos.
Decidió denunciar cuando tenía 28 años a raíz de una reveladora charla de violencia de género que impartía una policía de Participación Ciudadana de la Comisaría en una clase del ciclo de FP que cursaba. En ese momento, estaba a punto de colgar la mochila porque unos días antes se le paralizó parte del cuerpo. “Solo quería descansar y morirme (…). Estaba muy desesperada, no veía luz en ese túnel inmenso en el que estaba metida”, confiesa.
Tras identificarse con las palabras talismán de esa charla -culpabilidad, terror, angustia-, comenzó a hablar y ya no paró, aunque hubo un tira y afloja de dos hora por el miedo a las consecuencias. “Sólo le pregunté a la policía que me acompañó a denunciar: ‘¿Vais a estar conmigo?’, me dijo que sí, y hasta el día de hoy ha cumplido su palabra”, rememora.
Dar el paso resultó complicado. Recuerda que tembló de miedo durante meses (“no me atrevía a salir a la calle sin una policía a mi lado”). Y no le resultó cómodo su paso por el juzgado. “Fue muy duro, llegué a contar mi historia cinco veces en tres días, pero solo puedo decir que me sentí tremendamente respaldada por la UFAM, todavía hoy, tras el archivo, me siguen ayudando, son gente maravillosa que no te deja de lado”, afirma.
Luna valora la importancia del cambio normativo que aumenta la prescripción de delitos graves contra menores, además de incorporar otras medidas de prevención, detección precoz y protección, porque “son experiencias que tardas en procesar y es muy cruel que queden impunes”. Cuando sobreseyeron su caso, lo pasó mal: “Al enterarme rompí a llorar porque me sentí totalmente desprotegida por la justicia, una aberración, después del carro de mierda que dejas allí…”, asegura. Pese al desenlace, no se arrepiente. Ese paso la ha ayudado a comenzar y darse cuenta de que fue y es una víctima “de un depredador sin escrúpulos”, pero ahora, por fin, siente que tiene cabida “en este mundo dislocado”. Y para no olvidarlo, un tatuaje en su brazo. “Creo en mí”.
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