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Llega el día de los Santos Inocentes. No hace falta una fecha especial: en el año que termina -prolongación de los anteriores-, los ciudadanos recibimos, día tras día, inocentadas de la clase política, el clima, la economía, la vivienda, la justicia... Un sinfín de pegatinas en la espalda.
Curiosamente, todo va en una única dirección: los más vulnerables sufren las consecuencias. Lo preocupante es que esta debilidad va en aumento, arraigada ya en la sociedad, más allá de lo coyuntural. Distintos medios e instituciones reparten premios -limón, naranja, mejor orador, mejor azote-, mientras el ciudadano sencillo y anónimo carece de fuerzas para calificar a la clase política. Se siente desamparado por una democracia que se aleja de sus problemas reales, no de los que lucen en los telediarios con curvas que casi nadie cree.
Termina un año con la esperanza de que retorne un ayer en que la clase media movía el país y vuelva a tener presencia en las nuevas generaciones. ¿Será viable? La velocidad de las innovaciones tecnológicas -hipersónicas, según nuestra gramática- hace dudar de que estos humanos lentos, sencillos, con formación del pasado, puedan asumirlas.
Inocente, inocente ciudadano que sigues creyendo en la democracia, en los representantes políticos, y urna tras urna te la dan con queso. Lo triste es que no hay alternativa de gobierno que cambie la situación. El consenso -ideal utópico- nadie quiere darlo: los votantes seguimos aferrados a promesas de quienes dicen resolver nuestros problemas. La abstención asoma en el horizonte, mientras los gráficos de intención de voto surgen en los telediarios.
Pedro Marín Usón
(Zaragoza)
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