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Para Plácido (36 años) el calendario no tiene ningún significado, “la vida es igual para mí en Fin de Año que un día de marzo”, dice el indigente, que cada mañana pide en la calle del Paseo. Mientras los transeúntes apuran las compras navideñas, buscan un look para Nochevieja o se reencuentran, cafés o cañas mediante, con familiares y amigos, Plácido extiende la mano, a veces bajo la lluvia, otras con un poco más de suerte.
Tras mendigar cada mañana y tarde, Plácido acudía a descansar a una infravivienda improvisada que él mismo construyó bajo el Puente Nuevo. Dos tiendas de campaña, troncos apilados y una manta a forma de puerta constituían la pequeña cabaña de este hombre. Hace poco se les unió otro sintecho, el bilbaíno Javier, por lo que el hospedaje se amplió con otra lona para poder acoger a dos personas.
El frío entraba sin perdón entre las cuatro paredes de tela de las tiendas, la luz llega a las 9 de la mañana y a las 18,30 los deja a ciegas. Además, convivían con la humedad del río Miño, como si fuese un inquilino más. Para su desgracia, la endeble infraestructura no pudo soportar las lluvias torrenciales de las últimas semanas, que traspasaron las telas y convirtieron el suelo en un barrizal. Solos ante el desastre, los indigentes se encontraron con un policía nacional que les abrió la puerta de un hórreo en la misma ubicación.
Ahora, en un espacio de menos de cinco metros cuadrados, conviven ellos dos y el perro. Tienen un pequeño techo que guarda “un poco mejor” el calor que los tenderetes. “Antes vivían aquí varias familias rumanas, con niños y todo, pero hubo quejas y los servicios sociales se llevaron a los menores”, relata Plácido.
A través de la puerta, una maleta y un colchón, también varias bolsas con víveres y algunas mantas: “Así vamos tirando hasta poder conseguir una vivienda”, dice. También están a la espera de un hornillo de camping gas que el policía les ofreció. Mientras reúne medios para vivir, busca trabajo: “Por ahora conseguí uno temporal, para limpiar una finca, pero sin seguro ni contrato”, explica.
Plácido es ourensano. Se crio, la mayor parte de su juventud, en el centro de menores de A Carballeira. “Sufría maltrato en mi casa por parte de mis padres. Los servicios sociales se enteraron y les dieron un aviso, pero pasaban de todo. Un día le robé la moto a mi primo para escapar. Tuve un accidente y me tuvieron que ingresar en el hospital y allí informaron a la asistenta social. Vino y me preguntó si quería ir al centro de menores. No dudé, salí de mi casa un viernes a las tres de la mañana y nunca volví”, cuenta el hombre.
Cuando cumplió la mayoría de edad, viajó por España para “buscarse la vida”. Se quedó un tiempo en Asturias donde, pese a que no consiguió acomodarse, encontró a su compañero de vida: su perro Gucci.
“El perro malvivía con una chica que se drogaba. Todo era la droga, pero no cuidaba al perro. Un día fui a su casa y nada más abrir la puerta Gucci me saltó encima, como pidiendo auxilio. Lo saqué de allí y desde entonces no me separo”, explica el indigente. Alguna vez, cuando se encontraba pidiendo en el Paseo, alguna persona lo amenazó con llevárselo por no tener chip, “pero sin él a mí me falta la vida”, asegura.
Plácido no recibe más ayudas que las del comedor social de Cáritas, que les ofrece una comida caliente y una cena fría cada día. Pese a que residen a los pies de la Cruz Roja, no observan soluciones aparentes. Ayer, mientras mendigaba, una voluntaria de esta entidad le entregó dos billetes de 50 euros y le propuso quedar por la tarde en un bar para hablar de posibles soluciones de vivienda. Sin embargo, pese a que el hombre se sentó a esperar, no apareció.
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