Adolfo Domínguez: sobria belleza

LA BELLEZA SIN TESTIGOS

Publicado: 14 sep 2025 - 02:35

Foto publicidad “La arruga es bella”, 1982. La Región.
Foto publicidad “La arruga es bella”, 1982. La Región. | LA REGIÓN

Muy pronto, en 2026, se cumplirán 50 años de la apertura de la primera tienda bajo la enseña de Adolfo Domínguez. En Ourense, por supuesto, y en el mismo lugar –esquina Curros Enríquez con Avenida de La Habana- donde ya la familia defendía una tradición comercial y de confección venida de Pobra de Trives. Una cifra redonda, el medio siglo de una marca, un estilo y una historia empresarial y familiar que, andando el tiempo, remitirá a Los Buddenbrook, si se encontrara un Thomas Mann que la escribiera.

En las postrimerías del siglo, Adolfo Domínguez (Pobra de Trives, 1950) alcanza la máxima expresión de su creatividad y la expansión de una marca que, dando forma a la estética española de los 80, supo romper fronteras y vestir a la nueva generación que aprendió a hacer negocios tras la caída del muro de Berlín. Era la incipiente hoguera de las vanidades junto al pal de paller, experimentado y solvente, de los Puig y el aire del tiempo de Corrupción en Miami. En un travelling sobre los hitos de aquel tiempo, no faltarán las prendas de vestir que pasan de la pana al lino, de las americanas entalladas a las prendas desestructuradas y de los comercios locales a los negocios globales. Adolfo Domínguez, la empresa, recorrió en un tiempo vertiginoso que duró apenas dos décadas, las transformaciones que sugieren pasar del ritmo pausado de una esquina comercial en Ourense a la agitada Bolsa de valores de entonces. Del cero al infinito.

Los jóvenes del final del franquismo eran ya una generación deseosa de sacudirse algunos complejos. De hecho, y después de la larga espera de cuatro décadas, tenían prisa y hambre por comerse el mundo. Adolfo Domínguez, la persona, era un incierto estudiante de Filosofía en Compostela, un idealista fascinado por las luces de París y el cine, como uno de los máximos y mejores canales donde vehicular la expresión de la existencia, sus malestares y las esperanzas, todavía no del todo perfiladas, de aquel tiempo. Imagino el regreso de Adolfo a Ourense, al establecimiento comercial de la familia, la asunción de responsabilidades como hermano mayor, la ideación de un proyecto nuevo extraído de un confuso batiburrillo de intuiciones e imágenes no del todo asentadas, como un acto de heroicidad y, en todo caso, a contrapelo del pulso y las ambiciones de una pequeña ciudad de provincias acomodada a los ritmos funcionariales pautados por la rutina, el impulso de la caja de ahorros provincial y las remesas de los emigrantes, aquella sangría humana que permitió a la ciudad engancharse al desarrollismo y enterrar en silencio su memoria antigua y respetable. Aquella ciudad que vio marchitarse a Eduardo Blanco Amor, al fotógrafo José Suárez y rabiar a Celso Emilio, la apuesta de Adolfo Domínguez confirmaba la llegada de una nueva generación y un tiempo nuevo donde no todo debía permanecer atado y uncido al pasado.

La apuesta, porque de una moneda al aire se trataba, exigiría la consensuada comunión familiar y un acertado diagnóstico de la situación, de la base productiva y del mercado. Si las primeras temporadas se servían de los talleres de confección de terceros y la labor de Adolfo se centraba en el área comercial, en identificar y crear una demanda, era preciso definir un estilo propio, una estética decantada de los clásicos. Por ejemplo, Balenciaga. El modisto de Getaria representaba algunos de los valores que Domínguez rescata del inmediato pasado: la sobriedad lindante con la austeridad, la pureza y la elegancia. Si la ausencia de adorno, la simplicidad y la armonía de línea y forma, la calidad de los tejidos y los acabados, otorgaban las sólidas bases requeridas, serán los creadores japoneses contemporáneos, Issey Miyake y Yohji Yamamoto, quienes aportarán el aire de contemporaneidad que el proyecto requería. “El estilo es el arte de mezclar” dirá este último y, en consecuencia, las prendas de AD se convierten en poderosos iconos de la modernidad, o mejor, de la posmodernidad, de un tiempo descreído que reduce la utopía a un eclecticismo del puro presente hecho con asimetrías punk, reflejos de la ciudad y ensimismamiento zen.

En las últimas décadas, Adolfo reescribe sin descanso un libro terapéutico, Juan Griego. Son, en la versión o edición de 2018, más de 700 páginas de un texto escrito, según él, en verso

Son los tiempos de conceptualizar la arruga como expresión de lo bello. Los rostros y los cuerpos de Conde-Corbal y del propio círculo familiar en las primeras e impactantes campañas publicitarias, exhibían ya nuevas formas, una sociedad renovada y calma, unos rostros no pulidos por filtros ni domesticados en academias. Prendas, modelos no profesionales y modos de presentarse configuraban la realidad recién llegada. Francisco Umbral, en el cénit de su gloria como cronista de la época, dirá que “la arruga es bella, en la ropa, en la política, en la piel, porque supone distensión, comprensión, dilación, paz”. Y Vicente Verdú, el analista de una estética y su correspondiente ética, señalará que “con las ropas de AD no es posible ser violento o autoritario, pero tampoco protagonista de una lujuria feroz. Es un estilo vaciado de agresividad”. El propio Adolfo se declara esencialista, minimalista y muy cartesiano, que son todas ellas características en las antípodas del carácter que atribuimos a sus paisanos gallegos. En cualquier caso, y es lo importante, la magia que asociamos al glamur, estaba presente en las sobrias creaciones de Domínguez.

El esteta, el creador, el empresario, el mascarón de proa de una tarea convertida ya en misión familiar, estaba recorriendo con prisa todas las etapas del proceso de lo que Antonio Escohotado definió como “el tipo de sociedad cuya eficiencia transforma al productor en consumidor”. Domínguez participa como acelerador de esta transformación sin que los resultados, la sociedad que le rodea, le acaben de gustar del todo. Poco a poco, el Adolfo especulador de las ideas, el apasionado por el cine, el intelectual amante de los presocráticos –siempre la pureza de los principios- o la evocación de una burguesía productiva, constante en su esfuerzo, que se agrupa en ciudades apacibles, va ganando espacio al empresario que, atareado, además de crear, debe vender: “solo se vende lo muy bueno, y bien comunicado”. Apenas estrenada la inicial madurez, Adolfo Domínguez parece replegarse sobre sí mismo, alejarse de la vorágine de los desfiles, las colecciones, las aperturas de nuevas tiendas y la exigencia inexorable de las cuentas de resultados. Un imperativo categórico parece obligarle a reconciliar su destino profesional y sus pulsiones privadas, hechas de distanciamiento y relativa soledad. Un esfuerzo titánico de autodisciplina y también de planificación a futuro de la empresa, que no es fácil de interpretar, en sus decisiones y resultados, más allá del círculo familiar más cercano … o de la junta de accionistas.

En las últimas décadas, Adolfo reescribe sin descanso un libro terapéutico, Juan Griego. Son, en la versión o edición de 2018, más de 700 páginas de un texto escrito, según él, en verso. No importa. Juan Griego es una obra escrita con dolor, con sufrimiento, con una atención reconcentrada, donde las subtramas, los diálogos de sobremesa, las descripciones y observaciones del narrador dejan una espuma desengañada y un punto ácida, como imprecaciones arbitristas, reformadoras, de un mundo mal hecho, indisciplinado, caprichoso o subjetivo, algo intolerable para el narrador. “La única revolución pendiente es reforzar el mito de la ley, que sea intocable”, una cuestión recurrente en el discurso más especulativo de Domínguez: la ley, no la justicia o la libertad. Juan Griego me parece, en cualquiera de las versiones publicadas hasta ahora, un libro de lectura a ratos absorbente, significativo porque es mucho lo que muestra y atípico por situarse al margen de la norma o modas literarias.

Adolfo Domínguez guarda para sí un mundo rico en ideas, en percepciones visuales, estéticas, sonidos, colores, sensaciones táctiles y ambientales que podrían ayudar a hacer viable “su país soñado, menos áspero, más eficaz, lírico y dulce”, como confiaba al periodista Feliciano Fidalgo en una entrevista del lejano 1989. Ourense y Galicia debieran saber dedicar un espacio permanente en la ciudad para mostrar las prendas más significativas de aquellas dos décadas de deslumbramiento. Es una memoria y una escuela que no debieran quedar sepultadas ni por las vicisitudes mercantiles ni por las mitologías de hemeroteca. Aquel legado debe servir de permanente llamada a la insatisfacción, al perfeccionismo, al riesgo y a identificar y entender el tiempo y los individuos que le dan sentido. Es posible imaginar todavía una nueva y sostenida etapa de creación del Adolfo Domínguez “tardío”. Igual que Goya y sus Pinturas negras, Picasso y su revisión de las obras maestras clásicas … o Balenciaga y su siempre contenida belleza.

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