Jorge Vázquez
SENDA 001
Dejar de mirar el reloj para empezar a mirar el horizonte
Cabría preguntarse por qué, en lugar de llamar Den Haag a la capital administrativa de Países Bajos -que es su verdadero nombre en neerlandés-, en español se le llama La Haya; Brugge -en flamenco- en lugar de Brujas, London a Londres o New York a Nueva York -ambos en inglés-.
Existe un enconado empeño en denominar “Yirona” o Lleida a las provincias catalanas de Gerona o Lérida, respectivamente.
Ni qué decir ya de pronunciar en español Euskadi en vez de Vascongadas, euskera en sustitución de vascuence o lehendakari para designar al presidente autonómico vasco.
Todo ello mientras cualquier nombre de una localidad gallega se castellaniza -admitamos que con una palmaria muestra de ignorancia e infantilismo-, para añadir la coletilla de “oficialmente y en gallego...”. Así sucede que, para acabar nominando a lugares como San Xenxo, lo bautizan, y nunca mejor dicho, con el doloroso y chirriante “San Genjo” por desconocer que significa San Ginés, o San Xurxo por San Jurjo para designar a San Jorge, por poner algún ejemplo.
En medio de este maremagno, ya puede esperar sentado el presidente vasco Imanol Pradales a que en una conferencia en Argentina sobre regiones hispanoamericanas lo vayan a recibir en Buenos Aires, pinganillo en mano, con un traductor castellano-vasco, reivindicación que no escatima en Moncloa invocando la oficialidad del vasco en España.
Nada más lejos de la realidad. El vasco no es un idioma oficial en España, sino una lengua cooficial, es decir, en situación de igualdad, pero no de exclusión del español, pero solo en el territorio autonómico de Vascongadas, aunque los navarros la compartan sin hacer ruido. Tal de lo mismo sucede con el catalán, que ocupa el territorio de Cataluña -con ñ, que no con ny de Catalunya- dejando al margen sus conflictos con valencianos y baleares, que consideran que son idiomas independientes.
Babel no fue un desafío arquitectónico, sino una maldición que buscaba la confusión, que las gentes no pudieran entenderse
¿Se merecen los ciudadanos tener que costear los caprichos esotéricos de cuatro políticos que olvidan con demasiada frecuencia que cobran del erario público para satisfacer los intereses del país en general, y no de sus particulares largas conversaciones sobre temas intrascendentes, para compartir única y escrupulosamente al alimón sus cherchas, rozando el uso espurio de recursos públicos?
Porque la conducta constituye un delito calificado como peculado o malversación de caudales públicos, que tiene lugar cuando, para el caso que nos ocupa, el libre designado se apropia, usa indebidamente o permite que terceros hagan uso de bienes del Estado en provecho propio o de un tercero -como un retorcido rendimiento político-, o cuando se da un uso diferente a los bienes que le han confiado por razón de sus funciones, como es el caso de los traductores jurados y la necesaria infraestructura para recibir a dignatarios y representantes extranjeros.
Sin duda, ser bilingüe es más enriquecedor que tener una sola lengua materna, pero, seamos sensatos, ¿de verdad es necesario hacer un dispendio en que los representantes públicos se empecinan en hablar en sus respectivas lenguas cooficiales, abusando de los medios humanos y tecnológicos necesarios para que todos se puedan entender, cuando comparten un idioma común con todos los españoles e incluso con los hispanoamericanos?
Babel no fue un desafío arquitectónico, sino una maldición que buscaba la confusión, que las gentes no pudieran entenderse. Desde entonces se intentó hasta el esperanto sin conseguir una nueva lengua universal, para tener que conformarse con una más. Las personas normales procuran el entendimiento y la comunicación.
¿Y todo este lío para qué? Pues para comprobar que, como afirmaba el actor ruso Boris Marshlov, “¡El Congreso es tan extraño! Un hombre se pone a hablar y no dice nada. Nadie le escucha… y después todo el mundo está en desacuerdo”.
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