Opinión

Alquilar, ese lujo

Arthit duerme en su coche aparcado en la milla de oro marbellí, a pocos metros del restaurante donde prepara saludables menús de 50 euros por persona. Es tailandés y cada día resuelve el Tetris en que se ha convertido su vida, pero sin ganar la partida. Suelo cruzármelo de camino al paseo marítimo. Juguetea con un palillo de dientes, que es la prospección del pobre, mientras ventila el vehículo con las puertas abiertas; hay en su interior ese tipo de orden que nace de la escasez. 

Para hacer bien el amor hay que venir al sur, cantaba la Carrà, pero quizá haya que apañarse con hacerlo en un coche, que es la solución habitacional de aquellos trabajadores de poblaciones turísticas cuya alternativa es dormir en un cuchitril con más gente. Alquilar una casa se lleva más del tercio del sueldo en doce provincias españolas y en Marbella, o en Calviá, es prohibitivo: 2.839 euros de media; y sin jardín, que aquí se cobra como si fuera el del Edén. Hoy lo extraordinario no es llegar a la luna, sino llegar a fin de mes.

En el generalizado encarecimiento del alquiler influyen una demanda cada vez mayor, al frustrarse la posibilidad de compra por la merma del ahorro y la subida de tipos, y una oferta cada vez menor, pues muchos inmuebles que estaban en el mercado de vivienda habitual han pasado al vacacional, desmotivados sus propietarios por los vaivenes legislativos, el recelo al intervencionismo y la inseguridad jurídica en casos de ocupación. Las alarmas en las casas van camino de hacerse tan populares como la flamenca de la tele, mientras las promesas de ampliar la vivienda social suenan como los deseos de paz mundial de las mises.

Alquilar ya es más difícil que superar el casting de La Voz, y no sólo por el precio. Los propietarios tratan de blindarse con exigencias abusivas. Buscando una casa para mis padres en El Puerto de Santa María, descubrí que los arrendadores únicamente recibían con berlanguiana alegría a los americanos. Los extranjeros se llevan una de cada tres viviendas en Canarias. En la Costa del Sol son los nórdicos, favorecidos por el teletrabajo, quienes más oportunidades tienen de conseguir las llaves, así que no se descarta que, en un futuro, en lugar de perseguir el español a las suecas, sean las suecas las que persigan al español. Es tal la influencia nórdica que hasta la alcaldesa marbellí se hace la sueca en una investigación por narcotráfico y blanqueo a su familia. 

Mihura opinaba que nada se podía esperar de una casa en la que no cupiera un piano; hoy, con suerte, cabe uno mismo. No es un deber, sino una elección que ha de incentivarse, repoblar la España vacía. La austeridad se pervierte cuando se entiende no como vivir sin alardes sino como vivir con lo que otros no quieren. Para relajar las «zonas tensionadas» del alquiler convendría actuar como en ese terreno tensionado por antonomasia que es el matrimonio: ilusionar a ambas partes. Vivir en el cogollo de grandes capitales o de poblaciones turísticas no es un derecho, pero tampoco debe ser un privilegio sólo al alcance de foráneos pudientes. O quizá llegue el día en que los ayuntamientos tengan que contratar a ciudadanos locales a modo de souvenirs para dar autenticidad a sus centros históricos, como aquel matrimonio de nobles de La Gran Belleza se alquilaba para dar caché a las fiestas. El único inquilino que permanece ajeno a los desmanes del mercado inmobiliario, ay, es el de Moncloa.

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